—Me pones—un montón—un Red Capuccino, por favor.—Me fijo en su pelo y en cómo mechones de color negro y azul eléctrico se dejan ver bajo el escondite de su gorro.

Sin apuntar nada en la libreta que lleva en el bolsillo del mandil, se va hasta la barra y prepara el café. Observo el lugar: no debe haber más de doce mesas, de las cuales hay ocupadas cuatro contándome a mí, dos de las restantes están ocupadas por chicas que tendrán mi edad y la otra por una pareja de ancianos. Saco de mi mochila mi cuaderno de dibujo y busco el lápiz por los pliegues de la mochila; dejo el cuaderno en la mesa y empiezo a sacar cosas de la mochila, pero el lápiz no aparece. ¿Será posible? ¿Por qué cojones pierdo siempre el maldito lápiz? Empiezo a enfadarme y después de vaciar la mochila entera en la mesa y no ver el puñetero lápiz, le doy la vuelta y la agito de mala hostia un par de veces. Caen unas cuantas monedas, pinzas para el pelo, imperdibles, algunas pastillas que se salieron de su caja... Se me cae hasta el móvil, que lo tenía apoyado en las piernas, pero ni rastro del lápiz.

—¿Pero se puede saber dónde cojones estás?—pregunto gruñendo mientras vuelvo a meter la mano en la mochila. Abro todas las cremalleras y repito el proceso. Nada. Esto es increíble. Le doy la vuelta a la mochila de nuevo y la agito, esta vez más enfadada aún. Pic. Pic. Pic.—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo?—empiezo a peguntar mientras cojo el lápiz del suelo. Escucho un carraspeo a mi espalda. Al girarme veo al camarero de antes con el que supongo que será mi café entre las manos, miro hacia la mesa y veo que no hay espacio para dejarlo.—Lo siento—digo repetidas veces mientras meto toda la mierda de nuevo en la mochila. No me dice nada, únicamente deja el café y vuelve a la barra.

Meto la cucharilla en la taza y derramo el sobre de azúcar mientras remuevo, me llega el aroma del café y disfruto de este pequeño momento. Abro el cuaderno por la página en blanco que corresponde y comiendo a esbozar el lugar: la puerta, las mesas que quedan en ese cuadrante de mi visión, la barra, el chico de antes... Cuando me doy cuenta he dejado el fondo en esbozo y he centrado la mina en dibujar al camarero con su taza de café apoyado en lo que ahora mismo es una línea en el aire, vierto un poco de café sobre su taza y creo el efecto del humo con las yemas de los dedos y un poco más de café; entonces me acuerdo del mío y acerco la taza a mis labios, por suerte no está tan frío como sería de esperar. Odio el café frío. Cierro el cuaderno de dibujo y lo guardo todo de nuevo en el bolso, busco mi móvil y al levantarme lo piso y recuerdo que se me había caído al suelo. Es verdad. Reviso que la pantalla no se haya roto tras el pisotón y descubro que la suerte me sonríe una vez más; me meto en mi cuenta de Instagram y veo las últimas publicaciones mientras me acabo el café. Dejar de seguir, dejar de seguir, dejar de seguir... Me he vuelto a mudar, y la verdad es que poco me importa ya la vida de cualquiera de los capullos de mi antiguo instituto; quedan un par de chavales con los que aún me llevo relativamente bien, pero uno de ellos es con el que me divertí las últimas semanas y el otro creo que sólo es amable conmigo por lo imbéciles que eran conmigo (vamos, como con la mayoría del mundo) su exnovia y su séquito. Sí, relacionarme con la gente se me da genial, pero de ahí a tener una amistad es otra cosa muy diferente; de hecho, actualmente sólo conservo una amiga que vive en otro continente y con la que desde hace como cuatro años solo hablo por Skype, Lily. Nos conocimos hace cuatro años, cuando a mi madre la llamaron para investigar los restos recién encontrados en un pueblo de Escocia, estuvimos allí unos siete meses, al volver a Estados Unidos, Lily se preocupó por mantener nuestra amistad y cuatro años después aquí seguimos. Los demás amigos que he tenido siempre han sido chicos, tiendo a llevarme mucho mejor con ellos que con las chicas, pero rara vez conservé la amistad con alguno de ellos; no por nada personal, sino porque yo no me molesto en mantener el contacto y ellos tampoco. No tiene ciencia.

Cuando he terminado el café, recojo todo y llevo la taza a la barra:

—¿Me cobras, guapo?—le digo mientras saco la cartera de la mochila. Me dice cuánto es y me da el cambio.—¿Cómo te llamas?

—Owen. 

—Soy Heather, encantada—digo yo extendiendo la mano para presentarme correctamente, normalmente le daría dos besos, pero hay una barra de madera maciza entre ambos. Owen mira el gesto con cara rara y sin convicción extiende a su vez su mano.—¿A qué hora sales?

—Sobre las ocho, más o menos. Depende del día—al menos ya no es tan seco como antes. Miro la hora y veo que son las ocho menos cuarto, la cafetería se ha ido vaciando y ahora sólo quedamos nosotros dos y la pareja de ancianos.

—¿Te apetece dar una vuelta conmigo cuando acabes?

—Tengo que ir directamente a casa, mi madre trabaja hasta más tarde y tengo que echar una mano con las tareas—no responde inmediatamente, pero no suena a excusa. Se me pasa por la cabeza el decirle que puedo acompañarle, pero antes de que me tome por una loca acosadora psicópata, prefiero dejar esa respuesta para más adelante. No va a ser la última vez que pise esta cafetería, eso está claro.

—Bueno, pues lo dejamos para otro momento. El café estaba buenísimo—como tú.—¡Gracias! ¡Chao!—La última palabra la digo casi saliendo por la puerta y por no ir mirando hacia delante casi me la como, pero en lugar de eso tropiezo con el escalón y caigo de morros a la calle. Mierda. Por suerte sólo me he hecho una pequeña herida en la rodilla y cuando me pongo en pie no siento mucho dolor. Perfecto. Me giro una última vez y me despido con una sonrisa de Owen antes de bajar la calle y buscar la forma de volver a casa.

Ourselves (EN PROCESO)Where stories live. Discover now