Capítulo 7: "Matadero"

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Cuando llegaron al puente General Conesa, la luna estaba ocultándose detrás de los árboles y sólo quedaba el destello de las luces de los patrulleros del otro lado del río.
Horacio pensó que si todo iba a terminar, al menos algo iba a hacer al respecto. Nadie le iba a pagar una jubilación, nadie iba a encargarse de él después de treinta años de trabajar para ese lugar. Ahora era una molestia, un viejo con arritmia y los intestinos a la miseria. Lo único que le quedaba era la puntería, y sabía que podía llevarse a varios antes de que lo mataran y lo hicieran pasar como un Guevarista más. Pensó que lo más probable era que Cecilia termine en una fosa común, igual que él: serían huesos sin identidad, hundidos en una montaña de otros huesos, sin forma, sin epitafios, sin nada ni nadie que se acuerde de ellos. Una familia más que se pierde en la historia, que desaparece en medio de la nada, como un suspiro en medio de ese desierto, del caos nacional y la guerra contra el fantasma del comunismo sudaca.
Subió al puente y vio que del otro lado un oficial le hacía señas con una linterna para que desacelere. Sacó de la guantera su insignia de La Empresa y bajó la ventana. Pensó que era el comienzo del fin, pero que al menos no terminaría como esos viejos que veía jugando a la ruleta en los bingos de La Isla: no, si algo no quería era ser un cuerpo que caminaba, pasivo y moribundo, hacia el matadero. Tenía a dos prisioneras del estado y pensaba dejarlas escapar.
Tocó el arma debajo de su hombro, y desaceleró hasta frenar. Un policía le apuntó con una linterna, mientras otro iluminaba a las dos prisioneras.
—¿Cómo le va señor? Estamos haciendo un control de rutina. Cédula de conducir, tarjeta azul y tarjeta verde, por favor.
—¿No ves que te estoy mostrando la insignia de La Empresa, pibe?
—Disculpe señor, pero nos informaron que las prófugas podrían usar insignias falsas para pasar.
Horacio resopló, sacó los documentos de la guantera y se los pasó al oficial. Treinta años laburando ahí para que lo deliren dos pendejos con uniforme, pensó.
—Muy bien –dijo el policía, devolviéndole la documentación—, ahora necesito que baje y me abra la puerta de atrás. Precisamos revisar el estado y la identidad de las prisioneras.
Horacio se quedó callado un segundo. Había algo que le molestaba de este policía: algo en su forma de hablar era distinto, como si estuviese sobreactuando. Miró por el espejo y vio que el otro esperaba al lado de la puerta trasera.
—Vamos, señor, que no tenemos toda la noche –oyó decir al policía, ahora con un tono más exasperado.
Suspiró, murmuró una puteada, apagó el auto y sacó las llaves.
Abrió la puerta de las prisioneras, que salieron con las manos esposadas y se pararon una al lado de la otra. Uno de los policías, que tenía un retrato de Eva en la mano, se acercó a la rubia y, apuntándole con la linterna, la comparó con la foto. Su compañero, mientras tanto, le corrió el pelo de la cara a la colorada, rozando con la yema de los dedos su piel, casi como una caricia.
—Son ellas —dijo el que estaba con Eva.
—Sí —dijo el otro, mirando fijo a los ojos de la colorada, que sonrió. Se conocen, pensó Horacio.
Entonces sacó el revólver pero, antes de apuntar, sintió una explosión que le atravesó el pecho. La miró a Eva y se le ocurrió pedirle lo entierre con Cecilia, que lo deje descansar al lado de su hija, debajo de las hojas de los arces, que esa sería su jubilación, pero de su garganta no salió ninguna palabra. Otra bala le atravesó el estómago. Cayó en el suelo y golpeó con su rostro el asfalto frío. Murmuró una puteada, antes de que se escuche el último disparo.  

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⏰ Last updated: Aug 01, 2018 ⏰

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