Capítulo 3: "LA VIDA EN UN TUPPER"

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  Horacio tocó la puerta de la casa.
—Señorita, ¿cómo le va? La molesto un segundo: estoy vendiendo estos tuppers de primera calidad...
La chica que abrió lo miró con sorpresa. Horacio, mientras repetía el mismo discurso que solía decir en cada venta, pensó que ella le hacía acordar a su hija: el mismo rubio castaño, los mismos labios, y los ojos negros, como dos pelotas de petróleo.
Ella lo hizo pasar al living: era una habitación muy blanca, con un juego de porcelana en una repisa de madera y una gran mesa de roble. El hombre pensó que el lugar olía a rosas, y que hacía mucho no sentía lo que era estar en su propia casa.
—¿Tendrá de los tuppers que no pierden líquido? Muchas veces quiero ir a trabajar con la comida, pero los míos si los pongo en el bolso pierden y me manchan todo.
—Sí, claro, tengo esta línea. Fíjese: esta goma de aquí hace que, cuando uno lo cierra... a ver, así. Permítame un poco de agua, ¿dónde tiene la canilla?
La mujer salió de la habitación con el envase. Horacio miró a través de la ventana y pensó que si lograba vender aunque sea un par, podría compensar el hotel que estaba pagando y no malgastar el sueldo de La Empresa. Quizás podría incluso comprar unas rosas, si es que conseguía en algún lado, y llevárselas a su hija, y así aprovechar que Bahía Blanca le quedaba de paso para visitarla.
La mujer volvió con el tupper lleno de agua. Horacio sonrió y, agarrando el recipiente, se puso a batirlo como si fuese una maraca.
—¿Ve? No pierde nada. El sistema de sellado que tiene es híper resistente. Tome, pruebe usted.
La mujer lo tomó y lo batió.
—Veo, veo –dijo— ¿cuánto cuesta cada uno?
—Tengo una promoción: tres de cualquier tamaño, color a elección, por 5 dólares.
La mujer se quedó mirando los recipientes dispuestos sobre la mesa de roble. Debía tener cerca de treinta años, casi lo mismo que tendría Cecilia, pensó Horacio. En una de las repisas, había una foto de ella con su esposo, un tipo morocho con sonrisa que la abrazaba.
—Deme estos tres –dijo la mujer.
Cuando salió de la casa, Horacio miró el cielo y pensó que era un hermoso día de invierno. Se subió al auto, se refregó las manos para sacarse el frío y puso la llave en contacto. La radio se prendió, y un hombre comenzó a hablar muy rápido sobre las nuevas tendencias para ahorrar comida con recetas orientales, el estilo campestre chic del casamiento del Senador Urruti, y la refundación de Racing Club gracias a un danés que había comprado la marca y había comenzado con la construcción del nuevo estadio en Tigre.
La Empresa había intentado contactarlo por database: lo sentía en la frente, como un ardor entre las cejas. No tenía intención de que se enteren de su changa, pero tenía miedo de que el contacto haya sido para avisarle que podía enviar las facturas para cobrar los tres meses atrasados. Se lamentó por haberlos ignorado, y arrancó para el hotel.
Cuando llegó a la habitación encontró la puerta forzada. Dejó el bolso con los tuppers a un costado y sacó el revólver; después pateó la puerta y entró con un "¿quién anda ahí?" que esperaba que nadie responda.
Sentado en la cama, un hombre calvo y con lentes lo esperaba, sonriendo.
—¿No te contactas más vos? Ya estaba preocupando González, ¿dónde andabas?
Horacio se guardó el revólver y volvió a buscar el bolso. Lo tiró a un costado de la cama y vio que el tipo le había revuelto toda la habitación.
—Laburando.
Vito se quedó mirándolo: sus ojos brillaban con una sonrisa, como si estuviera probándolo.
—¿Se puede saber qué carajo pasó, Vito? –preguntó Horacio.
—Nada, no te contactabas. Por un momento pensamos que te habías ido a la mierda con tu ex pupila hot.
—¿El qué? ¿A dónde me voy a ir? La Araña ya me dijo que vaya para Viedma a buscar un paquete que me tiene que dar Eva. ¿De qué hablás?
Vito se quedó mirándolo serio, como pensando.
—Muy bien –dijo, al fin—, entonces mi tarea acá se terminó. Cuidate González, que el horno no está para bollos. El país se está yendo a la mierda y encima refundaron a tu clubcito desaparecido, ¿o vos eras de Banfield? Lo único que falta es que revivan a todos los clubes al sur de la muralla.
—No, de Racing.
—Bueno, disfrutalo, dicen que el danés ese tiene pensado nuevos colores para el escudo y todo.
—Y yo qué tengo que hacer, ¿sigo teniendo que ir a Viedma?
Horacio sintió que tenía un dolor en el estómago, y temió predecir alguna desgracia: quizás le habían sacado el encargo, quizás la crisis había llegado a la Empresa y él se tendría que jubilar de facto, para terminar mendigando en algún comedor universal allá en La Isla, o en Córdoba.
—Vos esperá –dijo Vito y se paró—, ella te va a contactar hoy y te va a decir qué pasó y qué tenés que hacer.
El hombre se fue, sin dejar de sonreír. Horacio cerró la puerta de la habitación y se tiró en la cama. Ahora tenía que esperar. Temía que Eva se hubiese mandado una cagada, y pensaba que si no lo mandaban a Viedma no iba a poder visitar a Cecilia en Bahía Blanca.
Recordó cuando la conoció a Eva: era una paisanita de dieciocho años que nunca en su vida había visto La Isla. Era la hija del General Herminio Sánchez, un viejo amigo de sus tiempos en la Escuela Naval, por eso la hospedó en su casa hasta que pudiera pasar la entrevista en La Empresa y buscarse su propio lugar. Pero Eva se enamoró de Cecilia, su hija: el día que las encontró cogiendo en la habitación la sacó a las puteadas, gritándole que la iba a denunciar, que la iban a meter en cana y la iban a rajar de la Empresa por ser una desviada de mierda. Después le prometió a su hija que no la denunciaría, a cambio de que aquella aberración se terminara para siempre.
Pero ahora ya nada de eso importaba. No se sentía más enojado ni disgustado. Sólo quería conseguir esas rosas y llevárselas a Cecilia allá a Bahía Blanca, para eso había vendido los putos tuppers.

Horacio soñó que Eva lo contactaba: el database le fulminaba la frente, pero no podía verla, ni oírla. Luego se dio cuenta que estaba en un concurso: una mujer de traje lo tomaba de los hombros y le decía que si ganaba podría conseguir un buen trabajo y muchos regalos. Lo guió a través de un gran galpón y allí vio un montón de autos de varios estilos: cada uno estaba empacado como para irse de viaje, y él debería elegir el ganador. Eligió una camioneta carrozada, que le hizo acordar al campo y a los estancieros que cada tanto veía en los pocos pueblos que quedaban en el interior. Abrió el baúl de la camioneta y sacó un bolso de cuero de carpincho, muy pesado. Pensó que debía haber ganado, que ya no tendría que hacer más changas, que se jubilaría y compraría montones de flores para Cecilia. Entonces escuchó que Eva le gritaba desde su interior. Metió las manos dentro del bolso y se dio cuenta que estaba repleto de carne y sangre; escuchaba el grito ahogado, pero sus manos sólo sentían aquel líquido bordó que comenzaba a chorrear por todos lados. La mujer del concurso gritaba que había un ganador, otro ganador, no él, y Horacio se despertó.

La habitación estaba en penumbras. Horacio sintió que lo contactaban por el database: se sentía como un ardor en la frente, justo en el punto donde el chip se conectaba con su red neuronal. Aceptó el contacto mentalmente.
[Al fin, González. ¿Dónde carajo estabas, Lil' Darlin'? ¿Ya no te puedo contactar más? ¿No entendés que estamos en una situación delicada? Don't leave me now, González]
—Sí, disculpe señora. Me quedé dormido –pensó Horacio.
[Bueno, dejá de dormir, que te necesito bien despierto Poor Boy]. —La voz de La Araña sonaba metálica, como siempre. Horacio imaginó que debía alterar su onido para que nadie pudiera reconocerla: era como la voz de un espíritu que le hablaba a lo lejos, perdido en la oscuridad.
[Necesito que vayas a Viedma y localices a Eva. Nos traicionó, my love, es una sucia y vil traidora: la ubicas, la desapareces y me traes el paquete. Hay una colorada también: es la estafadora que contratamos para el trabajo. Quiero que me la traigas como puedas, viva o muerta, como te quede más cómodo. Ahora te pasan los perfiles y la información que tenemos. Por lo que sabemos, Eva le pegó un tiro a Gonzalito: el muy tierno nos contó todo antes de terminar de morirse. También se cargaron a Gamez, el científico. Dispusimos a toda la policía provincial e interprovincial en la frontera de Río Negro. Te necesito ya mismo allá para que dirijas el operativo, Soldier Boy].
Una vez que perdió la conexión, Horacio largó una puteada al aire. Pensó que no podría pasar por Bahía Blanca, al menos hasta que volviese. ¿Qué carajo hacía Eva? ¿Por qué se haría matar de una forma tan pelotuda?
Sintió otra vez el dolor en la frente por el database y se rascó para ver mejor los perfiles que le llegaban proyectados en la pared: Eva Sánchez, y la otra Lilith Smith, 1.60, colorada, estafadora, etc. Pensó que probablemente evitarían cruzar por Viedma, y decidió que iba a probar suerte en el Refugio, en San Antonio Oeste y ver si ahí podía seguirles el rastro. Contactó a un par de oficiales, ordenó requisar todos los rodados que quisieran cruzar el río y mandó a tres chimangos para que patrullaran la costa.
Se cambió rápido, tiró el bolso con la ropa en el baúl del Chevy, y salió arando. Por el espejo retrovisor vio que el flaco que trabajaba en el mostrador del hotel corría detrás suyo, puteándolo por no haber pagado la estadía. De pronto se dio cuenta que se había olvidado los tuppers, y le pegó un par de trompadas al volante. Luego se prendió un cigarrillo y pensó que todo estaba en equilibrio, que de alguna forma, todo tendía a volver a un estado cero. Prendió los faros y aceleró por la ruta, mientras el sol brillaba hacia el este.

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