Capítulo 14. Culpable

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Las horas son eternas mientras esperamos atrapados en el sótano a que el sol aleje las bestias. No siento miedo, siento terror... en su estado más puro.
Y culpa. Porque eventualmente no estaríamos en esta situación si no hubiera insistido en entrar a Lucas. Aunque tampoco podía dejarlo afuera, por lo que también es culpa suya, por ser un maldito obstinado.

Apenas puedo moverme, apretando los dientes y los párpados cada vez que la puerta del sótano amenaza con partirse en dos y dejarnos al descubierto. Pero definitivamente nada es más escalofriante que escuchar el llanto y los lamentos de las pobres personas que me acompañan en esta pesadilla. Es como si nos estuvieran velando en vida.

Los golpes aminoran con el paso del tiempo, hasta que sin darnos cuenta desaparecen por completo. Se siente como si hubiéramos estado todo un día encerrados, y sin embargo nadie se anima salir a echar un vistazo. El roce de la muerte es un trago difícil de pasar. Poco a poco la gente me va soltando y se van alejando, ya no me siento sofocada ni rodeada de almas en pena que esperan su juicio.

—Creo que se han ido —dice José—. A lo mejor ya es de día.

—Todo está muy silencioso, la gente aún no ha salido de sus escondites —sisea su esposa, y al juzgar por su voz nasal es evidente que no ha dejado de llorar.

—Puedo salir a ver si usted me autoriza —se ofrece Lucas impaciente.

—¿Darío? —pregunta la voz de una chica—. ¿Eres tú? ¡Soy yo, Mariela!

Se hace un silencio sepulcral mientras todos escuchamos con atención.

¿Darío? Debe estar confundida.

—¡Darío!

—Sí, soy yo —carraspea, notablemente incómodo.

¿Qué...?

—¡Lo sabía! ¡Por fin volviste! —exclama ella, llena de emoción, y escucho sus zapatos dar saltitos inquietos cerca de mí—. ¿Dónde estás?

—Aquí... —murmura, sin ánimo de ser encontrado.

—¿Dónde?

—Estoy sosteniendo la puerta —escupe.

—Allá voy —se apresura a decir, y sus pasos agitados delatan la ansiedad que siente por el reencuentro.

—No te muevas —sisea Lucas, tratando de ocultar su malhumor—, voy a salir a ver si las bestias se han ido.

La puerta se abre antes de que la mujer de José pueda protestar. Lucas sube por una escalerita y se escabulle fuera sin tomar la más mínima precaución. Pronto desaparece de nuestro campo de visión y algunos sueltan un gemido ahogado, mientras que otros le ruegan al hombre que cierre la puerta de inmediato.

—¡Darío, no! —chilla la chica, horrorizada ante el peligro al que se expone el muchacho.

—No hay nada, ya se fueron —asegura Lucas con calma, y sus pasos se oyen sobre nuestras cabezas.

Luego de José, soy la primera en despegarme de la manada de cobardes y salir fuera del sótano. Lo que nos espera arriba es un paisaje desolador, que le robado el aire al pobre hombre, dejándolo boquiabierto. Haces de luz se escabullen por entre las rendijas de los postigos que tapan las ventanas, y aunque son muy tenues dejan entrever el desastre que las bestias han hecho. Ropa tirada, hecha girones de tela, pedazos de objetos que no logro reconocer desparramados por doquier, arañazos grabados en la madera del piso...

Sigo los pasos de José por el pasillo, y al llegar a la sala se me comprime el estómago. No ha quedado ni la puerta. Las sillas y la mesa del comedor yacen descuartizadas y no son más que trozos de maderas y astillas. Los retratos en lienzo han sido desgarrados con rencor, y la vajilla no es más que un rompecabezas de cerámica. Han destruido todo, sin un propósito. No ha quedado comida, ni muebles, ni nada más que basura.

El Lobo de Mis CuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora