Almas Errantes

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 Primero entrabas en el lodo negro hasta la altura de los hombros untabas el rostro con él y en el caso de Astrid también el cabello, pues su rubio platino destacaría en la noche poniendo su vida en peligro. Una vez bien untada se trenzó el cabello largo. Salían del lago y se colocaban una armadura negra, solamente en las partes consideradas vitales en la batalla, demasiada ropa o metal impediría los ágiles movimientos necesarios para el combate y asfixiaría de calor a cualquiera. Incluso en la noche, en esta tierra no bajaban de los 30 grados. El lugar era sofocante y el frío lodo en lugar de calmar sus nervios no hacía más que repugnarla y recordarle lo que le esperaba.

 Se colocó el cinto en el muslo junto a una pequeña daga, se acopló el peto y los brazales de los antebrazos mientras se dirigía hacia Cora. Era una mujer menuda que debía rondar los cuarenta años, con su pelo ondulado, suelto, echado hacia un lado, mostraba orgullosa una cicatriz que le marcaba medio rostro. Sus facciones dulces contrastaban con tan mal curada herida. La saludó con un brusco gesto de cabeza mientras le ofrecía una pequeña caja y dardos. Llevaba ya una semana recibiéndolos a escondidas y estaba muy agradecida por ellos, así que le devolvió el gesto con una gran sonrisa. Astrid los metió en el bolsillo trasero del pantalón corto que llevaba, era de cuero duro y tan oscuro como el resto de su indumentaria.

 Con movimientos mecánicos siguió al resto de Estelares que se dirigían a Koldo quien guardaba celosamente las armas del turno nocturno. Tenía una larga cabellera plateada que nada tenía que envidiar a la suya propia, solo que él no la escondía con lodo, igual que Cora lucía las cicatrices de su pecho y brazos sin cubrirlas, orgulloso de ellas. Con un pantalón largo de duro cuero marrón y un brazalete en el antebrazo izquierdo, no le importaba ser un blanco fácil de ver de noche. Astrid no se fiaba de él, la miraba de una manera fría como el resto en esta condenada ciudad, eso seguro, pero había algo más, la miraba como si viese algo en ella diferente, algo que lo ofendía he intrigaba por igual. Alguna vez le había dado armas demasiado pesadas para ella con una mirada de suficiencia y desdén con la clara intención de no volverla a ver más con vida, pero allí seguía. Astrid se defendía con uñas y dientes para sobrevivir, no podía dejarse llevar, era superior a ella, debía seguir adelante, debía luchar. El primer día que llegó le asignaron a Koldo como entrenador y quedó fascinada con él, su porte era orgulloso, tan alto y musculado, con mandíbula marcada y labios finos...entonces su mirada la dejó petrificada, era puro odio y desprecio, eran los ojos de alguien fiero y cruel.

 Se puso en la cola esperando su turno, por un momento dudó en dirigirse a otro entrenador, pero pronto notó su mirada en ella, esos fríos ojos rojos como la sangre la estaban observando como si supiese lo que pensaba, pero eso no era posible, ¿o sí? Dudó ante aquel pensamiento mientras avanzaba en la cola. Vio como Koldo daba la siguiente arma sin siquiera prestar atención a quien se la entregaba, solo fijándose en ella, imperturbable. Astrid se tensó entera y apretó las mandíbulas para infundirse valor, no iba a caer ahora, no le demostraría que le temía, eso le daría una victoria y no pensaba hacerlo. El hombre de la cola recibió una pequeña espada, demasiado corta para su gusto y alzó la voz a Koldo quejándose. Era un hombre alto y robusto con una gran nariz aguileña y pelo rapado al cero.  Astrid no podía oír bien la discusión pero vio la media sonrisa de suficiencia de Koldo mientras le cambiaba el arma por una más pequeña y se la lanzaba al corazón. El hombre fue más rápido y se apartó a tiempo haciendo caer el arma unos metros atrás por no tocar con su destino, miró a Koldo con horror y se marchó de la cola murmurando. Nadie dijo nada, nadie se atrevía a provocar a un entrenador. Pronto le tocó el turno a Astrid que extendió su mano esperando y sin alzar la vista. Los segundos pasaron en vano y Koldo no puso ningún arma en sus manos así que intrigada alzó el mentón, parecía que eso era precisamente la señal que él esperaba y con un gesto de aprobación le dio una espada, Astrid la miró y se dio cuenta que era la misma que no quiso el hombre de antes y frunció el ceño.

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