Inicio del viaje

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La agitación en la fortaleza de los Althor era palpable, los hombres andaban apresurados hacia las caballerizas armados hasta los dientes, las mujeres amontonaban alimentos y los empaquetaban para la inminente partida. Todos estaban mortalmente serios, nadie se atrevía a bromear cuando  estaba enfadado. Sus insistentes gritos se oían por encima del denso ajetreo de los ciudadanos de Althor.

  Los interrogatorios habían acabado hacía dos días, la sangre seca en muchos rostros lo demostraba, los mal disimulados gestos de dolor cuando cogían peso demostraba quien había sido flagelado de los simplemente induidos. A cuál de los dos castigos era peor, el escozor de la piel al abrirse o la intrusión en tu mente con atroces y terroríficas visiones. Pocos se habían librado de las preguntas, se decía que incluso la mismísima Señora de los Althor, la poderosa Uriel de luz violeta, había sido interrogada. Aunque tratándose de sus propias hijas, era la principal sospechosa de su fuga. En nada se parecía Uriel a su actual esposo, ella tan bella, delicada, dulce y compasiva. Él tan iracundo como sus ojillos escurridizos, tan cruel e irritante como los castigos que impartía alegremente. No, nadie entendía que Uriel hubiese accedido a tal casamiento. Para gobernar Althor no le hacía falta un hombre a su lado. Durante sus seis años de viudez, Althor disfrutó de una paz y armonía que no se veía en mucho tiempo, ni siquiera en Apothemos la gran ciudad blanca. En esos años el castillo fue reconstruido en una gran fortaleza infranqueable. Las nuevas ideas de Uriel tanto en políticas sociales como el trato dado a sus provincias vecinas, le hizo ganarse el respeto y admiración de todos. Que diferente a los actuales tiempos, que remoto parecía aquello viendo el lamentable estado del castillo en esos momentos. Solo con ver la tristeza en cualquiera de los rostros congregados en el patio central, podías determinar cómo era la situación.

  Eiden volvió a asegurar las cinchas de su caballo y colocó las alforjas repletas de comida que se había traído. Ágilmente montó sobre su montura y echó una ojeada a su alrededor, los hombres deseaban partir en la búsqueda de las hermanas mas por huir de allí que por la misión en sí. Las mujeres los veían partir con angustia y temor en la mirada, muchos no volverían allí, era una oportunidad única para empezar de cero lejos de aquella provincia que se volvía mas y mas decrepita y oscura. Ninguna de esas miradas era para él, nada lo ataba allí, nada más que su honor de aprendiz de los Althor. Un tirón en la tela de sus pantalones le hizo bajar la mirada. 

-¿Pensabas irte sin decir adiós? – Allí estaba Lily con su ceño fruncido y sus labios apretados haciendo un suculento mohín. Eiden sonrió al verlo, quizás sí que tenía a alguien allí. La joven pensaba estar enamorada de él, pero se le pasaría, en el tiempo que el estuviese fuera encontraría a alguien. Su alegre corazón no podría resistirlo.

- Pensé que estarías despidiendo a tu padre.

- Esa despedida fue muy rápida para poder venir contigo. Ahora veo que era necesario pues te ibas sin decirme nada. -Lily suspiró resignada y le extendió un pequeño paquete envuelto en paño- Toma, lo necesitaras.

  Eiden desenvolvió el regalo, una fina daga decorada con dos dragones enredados entre sí. Miró a la joven con dudas en el rostro, pues la conocía bien, no tenía dinero para andar haciendo esos regalos.

- Cógela Eiden, lo he visto, debe estar contigo, una de ellas te necesitará, quiero que vuelvas sano y salvo. Cuídate ¿vale? –Le golpeó cariñosamente el muslo mientras giraba intentando esconder las lágrimas que ya nublaban sus ojos. Eiden agarró esa misma mano deteniéndola y antes de pensar lo que hacía se inclinó hasta cogerla por la cintura y alzarla sobre su montura. Ya frente a él limpió esos cristalinos ojos azules que solo existían entre los Althor y retiró las lagrimas con las yemas de los dedos.

 Realmente ella creía amarle, a alguien le importaba, ¿y por qué no? Miró su pelo dorado como la miel, sus rosados pómulos altos, sus labios hinchados por haber estado mordiéndolos nerviosa y ¿por que no? se repitió en su mente. Y la besó dulcemente, despacio para no asustarla, acariciando con los pulgares el fino tacto de su piel marfil. Sabía dulce y fresca, demasiado apetecible. Lentamente se separó apoyando su frente contra ella y cerrando los ojos, no quería ver el anhelo en los de ella. 

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