Capítulo V: Romeo y Julieta

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Romeo y Julieta.

   Cuando llegó a su casa ya de noche. Supuso que Katherina no estaba, su hermana debería estar encerrada en su habitación. Fue directo a ducharse, cuando se encontró bajo el agua dejó que algunas lágrimas salieran, sólo para no sentirlas caer, para nos ser consciente que está llorando. Porque ella es fuerte y sabe que esta mierda va a pasar. Se tallo los brazos hasta dejarlos rojos e irritados; como hacía siempre después del sexo. Siempre que se sentía sucia, una basura. El toqué de Jaison se sentía así, asqueroso. Dejó escapar un gritó que estaba atrapado en su garganta, se froto los ojos con sus puños y se abrazó a si misma.

   —No es tu culpa, no es tu culpa—se repite una y otra vez.

   Se quedó ahí, en la tina. Escuchando el sonido de la gotera del grifo, abrazándose en la oscuridad y repitiéndose que todo estará bien. Las lágrimas se entrelazaban con el agua donde también había rastros de su máscara de pestañas. La única luz que entraba en el espacioso —y solitario— baño era la de la ventana, que sólo dejaba pasar algunos rayitos de sol.

   Luego de casi una hora el agua empezó a enfriarse y sus cabellos a erizarse, optó que lo mejor era salir. Se envolvió en una toallón y se vistió. Con el cabello mojado escurriéndole en la camiseta vieja fue hasta la habitación de su hermana. Un mandala se representaba en ella. Tocó dos veces y esperó.


   —¿Quién es?—preguntó la voz al otro lado. Francesca giro los ojos.

 
  —La prostituta del siglo XXI, ¿quién crees que soy, Isabella, el cuco? —cuestionó.

    —Vete. No quiero que entres —Francesca apoyó su cabeza en la puerta y suspiró.

   —Isa, soy tu hermana mayor. Debo ayudarte pero no puedo hacerlo sino me explicas que sucede—le susurró pero era legible para los oídos de la otra. Bufó.

   —No quiero hablar—sonrió.

   Abrió haciendo caso omiso y se encontró con Isabella mirándola, su cuarto estaba casi vacío, a excepción de su cama, ropero y espejo, no se encontraba nada más que la llenase. Los cuadros de bailarinas de danza clásica se encontraban en una rincón, acumulados. Cuando llegaron a la propiedad de su tía, ésta decoró el cuarto de Isabella. Para sentirse como en casa sin embargo, la muchacha no hizo más que hacerlos a un lado. Colgadas a una lado, estaban sus primera balletinas. Tan pequeñas, tan frágiles. Isabella practicaba ballet desde que tenía memoria, aproximadamente desde los cinco años. Su padre notó que le gustaba seguir los pasos de la música clásica, o simplemente bailaba sin música, así que la inscribió en clases. Ella creció y con esto, su pasión por este deporte. Estuvo en muchos musicales y competencias internacionales. Todos decían que llegaría lejos, la próxima Alessandra Ferri y sí que estaba por lograrlo, pero de un momento a otro todo se derrumbó. Papá se fue y eso la destrozó. Dejó de practicar y nunca quiso hablar de eso. Pero Francesca sabía que había algo más, tal vez por ese tiempo algun chico le rompió el corazón o un suceso parecido. Le insistían muchísimo que siguiera pero Isabella simplemente se negaba. Casi con temor. Francesca sabía que lo amaba, que realmente era lo suyo. Sólo era cuestión de tiempo que volviera a hacerlo. Lo sabía porque cada vez que pasaban una musical en la televisión ella lo seguía con la mirada, lo sabía porque en repetidas ocaciones la atrapó tarareando música mientras realizaba un delicado y proligo jete.

   —A ver, Isa, cuéntame—le insistió.

   —Sólo quiero que te vayas. No estoy de humor, Francesca.

   —¿Y cuándo lo estás? Nunca quieres hablar nunca. Soy tu hermana mayor, se supone que debo protegerte. Isabella por dios. ¿Es por mamá?

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