–      Sí. Me compré un Citroen C2… Me hubiese gustado tener un híbrido para no contaminar… Pero como uso el coche tan poco… Creo que uno pequeño contaminaría igual. Y además es barato.

–      Me sorprende que te conformes con tan poco – comentó él mirándola fijamente –. Con los hombres te pasa igual. Sigo sin entender que le ves al neurólogo.

Álvaro sabía dónde apuntar. No fallaba una.

Irene no se esperaba aquel ataque gratuito.

–      Eres un experto en estropearlo todo, Álvaro Ferreras – le dijo con agresividad –. Podría decirte yo lo mismo de la tal Marta y su enorme y extensa superficie de materia gris…

Irene respiró hondo. No le gustaba hablar mal de la gente. De hecho a Marta no la odiaba. Simplemente no le gustaba que Álvaro la hubiese utilizado para darle celos.

–      Perdóname – dijo ella de pronto –. Prefiero que no hablemos de esto. Supongo que hasta encontrar a la persona adecuada, a veces se cometen errores.

Álvaro clavó sus ojos verdes en la escritora. Aquella respuesta era menos guerrillera de la que él esperaba. Súbitamente sintió una emoción contenida. Irene estaba admitiendo abiertamente que el doctor del descapotable había sido un error en su vida.

Decidió no tocar más el asunto. En su lugar se levantó de la silla.

– Hoy vamos a ver las ruinas de Badi – dijo él.

Irene terminó su café y se levantó. Entonces Álvaro no dudó en coger su mano con la mayor naturalidad del mundo para caminar con ella hasta la salida del hotel.

Él había reservado entradas para el monumento antes de salir de Madrid, por tanto no tendrían que esperar ninguna cola interminable para poder ver aquel paraíso arqueológico.

El palacio Badi estaba ubicado en el casco antiguo de Marrakech, después de la visita podrían ir al Museo o pasearse por el bullicioso zoco en busca de algún recuerdo de la ciudad. La famosa plaza Djemma el Fna.

Cuando llegaron allí, el sol ya comenzaba a brillar en lo alto de un cielo azul pálido y relajante. Serían las once de la mañana y ya empezaba a hacer calor.

Álvaro no había soltado la mano de Irene excepto para pagar al taxista y para entregarle la entrada al guarda de las ruinas.

Pasearon tranquilamente a lo largo de aquel patio. A ambos lados podían ver plantaciones de naranjos y un estanque a lo lejos.

La escritora admiró aquellas enormes construcciones que, a pesar de estar semiderruidas, dejaban entrever lo grandiosas y espectaculares que habían sido en un pasado.

Álvaro le iba contando a Irene la historia de aquel lugar, y ella escuchaba con atención.

El palacio databa del siglo XVI y había sido construido para conmemorar la batalla que ganó el sultán Ahmed al-Mansour sobre el ejército portugués.

–      Llegaron a tener trescientas habitaciones, Irene. Trescientas – decía Álvaro entusiasmado –. Llenas de oro, turquesas… Piedras preciosas. Mucho lujo.

Se notaba que tenía pasión por la historia. En general, Álvaro era muy apasionado con todo aquello que disfrutaba.

Irene rió.

–      ¿Qué te hace tanta gracia? – preguntó él.

–      Pues que no sé para qué querían tanto oro, tantas habitaciones, tanto de todo. Un poco extravagantes, creo yo. Con la de gente que habría pasando hambre durante su reinado, él se rebozaba en joyas y dinero… – hizo una pausa y pensó –. Aunque a decir verdad, hoy en día sucede más de lo mismo: gobiernos que se enriquecen a costa de un pueblo humillado y maltratado. En fin.

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