05.- Retrete

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El imparable reloj de arena seguía derramándose para indicar que la noche aún tenía vida cuando Santiago llegó a su casa. Con dedos torpes hurgó en su bolsillo y sacó las llaves, pero sus manos temblorosas no pudieron asirlas y cayeron. Con una mueca de desprecio miró sus manos, lo sucias que estaban; observó la sangre en su diestra, sus maltrechos nudillos y notó atisbos de hueso bajo la descarnada piel, bajo las cicatrices. Observó la puerta de la casa que llamaba hogar, tomó las llaves que estaban en el suelo. Las recogió torpe y descuidado, y de la misma forma abrió la puerta... se quedó allí mirando a la nada, sosteniendo su peso entre el umbral y la penumbra que proyectaba la noche. El mundo le daba vueltas, la casa era oscura, todos eran colores de suciedad y locura. Su cabeza se llenó de voces, de ruidos y risas ahogadas, de huesos que se desquebrajaban, de mujeres implorando, de hienas en un festín de carcajadas agudas y desgarradoras. Su boca se abrió esperando gritar todo el dolor, pero sólo cayeron hilos de saliva estrellándose contra el piso. Su respiración era fuerte y ronca, agitada.

Abrió por fin la puerta. Caminó trastabillando con el cuerpo y la cabeza agachados. Cayó de improviso sobre sus rodillas las cuales crujieron por el impacto, pero no había dolor físico que pudiera quitarle, siquiera un poco, los estruendos que sentía en el corazón.

Todo a su alrededor giró en colores ocres y amargos escarlatas. Sintió nauseas. Con total descuido se arrastró hasta que, con la ayuda de un mueble, se logró incorporar. Trató de apoyarse en la pared, pero todo su cuerpo se golpeó contra ésta. Sus ojos se destrozaban en miedo y en un llanto que no podía expeler. Se arrastró por el muro, sintió que todo a su alrededor era un vértigo, la ruleta rusa de su vida, una rueda de la fortuna en un cosmos infinito a punto de estallar.

No había encendido ninguna luz, se guiaba alumbrado por los reflejos que penetraban desde la calle, desde las ventanas y rendijas. Caminó hacia la cocina, buscó en la alacena pero no encontró lo que buscaba. Regresó unos pasos a la sala. Hurgó entre los muebles, buscó entre los cajones, puertas, y por fin la halló: una botella de licor. El envase no tenía etiqueta y él ya no recordaba su contenido; tal vez era tequila o ron, quizá whisky; ya no sabía, ya no le importaba. En un atisbo de cordura, percibió que la luz estaba apagada, de pronto no supo ni siquiera cómo fue que dio con la botella. Buscó el interruptor pero dudó por unos instantes. Su respiración era jadeante y corta, el sudor le bajaba a través de la suciedad que acumulaba su rostro. Titubeó entre encender las lámparas porque no quería luz, pero tampoco oscuridad. Al final activó el interruptor y el cuarto se inundó de un blanco azulado que a veces le lastimaba los ojos. Se sentía aturdido, confundido. Apretó los dientes con furia, presionó la botella contra su pecho. Una vez más se dejó caer de rodillas porque las piernas se le convirtieron en unas endebles cuerdas. Quiso gritar, quiso aullar; que el mundo entero pudiera escucharlo, pero la garganta se volvió una piedra que se lo impedía. Miró a su costado al sillón de un color imposible de distinguir por lo roído y la suciedad parduzca que lo engrosaba, y éste pareció llamarlo. Se dirigió hacia él, se sentó. Con tosca desesperación abrió la botella, de un trago se bebió la mitad del contenido. Exhaló con fuerza, inhaló con desprecio, frunciendo las aletas de su nariz, el rancio aire viciado por el humo de miles de cigarrillos que había quedado impregnado en aquella casa. Jadeó, ojeó a su alrededor, contempló la sangre que a su paso dejó en las paredes, miró horrorizado la sangre que le empapaba las manos; aterrado recordó lo que pasó hace unas horas, y sus ojos parecieron bailar en descontrol, su mente se retorció entre la angustia y la consternación. Las manos eran arpones de trémula carne, llenas de hilillos negros, de costras de asqueroso escarlata; heridas reabiertas, cicatrices de viejas peleas ganadas y perdidas. Un zumbido le ensordeció los oídos, una sombra carmesí dilató sus pupilas. De un salto se incorporó y la botella cayó girando en su eje, estrellándose en el suelo lanzando miles de fragmentos de cristales rotos, de líquido y reflejos de luz, de sueños perdidos que siempre quedan encerrados al final del último trago. Pero Santiago estaba ahí, de pie, mirándose las manos, queriendo gritarle al mundo y a la vez queriendo ver su grito enterrado en la oscuridad, para siempre.

Labios de carmínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora