11.Nissa I: El origen de los feéricos

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—Te estaré esperando completamente para ti —se rindió, aunque no abandonó el orgullo de su voz.

Jace me gustaba, pero jamás le haría mi rey consorte. Era bueno para entretenerme, pero sabía que poseía ambiciones ocultas, además que a veces me hartaba. No se me pasaba desapercibido el que me creía más frágil de lo que realmente era, no obstante, todo se trataba de una cuestión de tiempo. Había pasado por mucho para llegar hasta allí, incluso había renunciado al amor, ese amor mágico que se supone que te trae la felicidad eterna... A mí sólo me había traído problemas, pero sucedió hacía mucho, Adrián ya no tenía nada más que ver en mi vida salvo un bonito recuerdo, de eso trata el vivir.

Jacinto se acercó para darme un beso de despedida, quizás con la esperanza de poder prenderme, pero le rechacé.

—Hasta que no regrese no habrá nada, me has ofendido —fue mi sentencia final, cruzando los brazos y dándole la espalda.

Al posar mis pies descalzos en la tierra, se levantó una pequeña nube de polvo púrpura y encaré al gran palacio cuyas torres de cristal reflejaban la luz de la luna. Me sentía agotada por todo el viaje y aún ni había entrado; no estaba acostumbrada a viajar distancias tan largas. Mi séquito aguardaría a las afueras del bosque, los Feéricos de Luz jamás les concederían el paso, pero yo estaba decidida a pasar costara lo que costase.

Las ramas de los árboles de aquel bosque estaban demasiado separadas unas de otras. Ya había oscurecido, pero de día filtrarían demasiada luz que se reflejaría en las incrustaciones de nácar de los troncos; no era mi tipo de bosque. Las desdeñosas risitas de los faunos y de los duendes hacían demasiado escándalo, las cigarras me estaban proporcionando dolor de cabeza y el zumbido de las alas de las pixies también me exasperaba.

Los Feéricos de Oscuridad teníamos mucha peor fama que los de Luz, pero la verdad era que no había tanta diferencia. El término resultaba engañoso: en este mundo se tiende a pensar que la Luz automática es buena, pero nada es completamente bueno ni completamente malo, y los Feéricos de Luz eran crueles y retorcidos a su manera. Quizás ya no colgaban sacrificios de los árboles y se encariñaban con los humanos más de lo que deberían, pero esa idiotez del honor que les había dado por defender no era más que pamplinas. Todo es caos, la vida es caos; intentar revertirlo es ir en contra del orden natural y eso rompe el Equilibrio. Ser caótico para encontrar el orden, ésa es la clave.

La prueba estaba en La Neblina. Esa maldita sustancia escalofriante que había comenzado a extenderse por todo el mundo, primero brotando de los rincones más remotos para ir avanzando inexorablemente, corroyéndolo todo. Decían que era culpa de la Oscuridad, que estaba aumentando demasiado, pero lo cierto era que esa cosa no tenía nada que ver con nosotros. Gelsey tenía que estar relacionado de algún modo, estaba convencida de ello.

Me encontraba examinando los enormes setos y árboles que se habían superpuesto para impedirme la entrada, pensando en la forma más adecuada de quitarlos de en medio, cuando pude percibir voces. Mis orejas triangulares vibraron. Debían de pertenecer a un hombre y a una mujer y sonaban desesperados. Decidí acercarme a curiosear.

No me había equivocado: un hombre y una mujer yacían atados espalda contra espalda, discutiendo entre ellos.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí a mitad del camino? —Entré en escena.

El hombre parecía fuerte y apuesto, del tipo que me gustaba hacer mi esclavo. Cuanto más rudo era el hombre, más placer me producía rasgar su piel con mi látigo de espinas, además llevaba barbita.

—¿Eres un hada madrina? ¡Has venido a salvarnos! —exclamó emocionada la mujer, el hombre se limitó a arrugar el ceño.

—No soy vuestro hada madrina —espeté claramente ofendida, me sentía calumniada.

Léiriú I: La rebeliónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora