Estaciones

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Decían las lenguas muertas; ya fuera de envidia o de dolor, que los amores más duraderos nacían por estaciones.

A los ojos que sujetaban el tiempo entre los labios, petrificados detrás de un mueble destartalado, poco le importaba cuándo es que el amor nacía.

Le gustaba más verlos morir.

Los que morían en primavera se habían acostumbrado al frío, a la distancia. A aquella almohada vacía que ponían entre la cama evitando rodearse con el alma, huyendo a toda prisa de la más mínima chispa que les recordara que quien tenían enfrente era un poco más que una pintura. Huían del calor, dejando que poco a poco el fuego que los unía se perdiera.

Nunca se veían a los ojos, y entre sus dedos paseaban esquirlas de hielo, danzando la melodía de pétalos de dientes de león al viento, dejándole al destino aquel suceso que los separaría, y le llamaban primavera al momento de despertar y decir: "hoy no quiero volver a casa".

Y llegaban lejos, sintiéndose completos.

Hasta que el invierno volviera a sus cuerpos inertes, y se arrepentirían.

Se arrepentirían más rápido aquellos que asesinaban almas en verano, cuando la sangre caliente de un corazón herido mancha el cielo en cada atardecer. Pocos morían cuando veían el brillo del sol refulgir en los ojos de aquel a quien llamaban amor y a pesar de ello, morían extrañando la primavera; donde todo es nuevo y todo comienza.

Añoraban los nuevos comienzos, pero pocos cambiaban el calor de unos labios húmedos por el mar.

Pero también moría el amor en verano, cuando uno que otro temerario esperaba más calor del que una estrella ardiente podría darle y se iba de la órbita como un satélite perdido a buscar nuevos planetas. Todos fríos como la hierba en la mañana, pero todos llenos de vida.

Y morían tras el paso de un cometa que solo buscaba más calor, y de tan avaro de fuego terminaba calcinado.

Muy pocos amores llegaban al otoño de sus vidas. Cuando los labios, secos como hojas en octubre ya no daban más abrigo que el de dulces palabras susurradas al oído, cuando las manos agrietadas como vetas de duros troncos reconfortaban con poco menos que un abrazo; cuando los ojos lagrimeaban llenos de secretos, envueltos en aros de cansancio.

Si a mí me lo preguntan, creo que el amor de verdad nunca muere en otoño. 

Porque sabe lo que se avecina y atesora cada migaja cual hormiga, para pasar el frío invierno aferrados al recuerdo de días mejores. Porque cuida en el fondo de una bóveda impenetrable los últimos rayos de sol que calientan el alma. Porque corta con paciencia cada fruto del verano que les ha pasado por encima y toma con cariño la cosecha que podría ser la última, pero siempre esperando que no lo sea.

Y es esa añoranza de volver al otoño, al crujir de huesos y hojas secas la que hace que el amor no muera. Porque en el otoño no hay barreras, solo té caliente y anécdotas en noches estrelladas.

Y cuando el primer copo de nieve se arrastra por la ventana, uno cruza los brazos y recuerda con tristeza que el amor muere en estaciones. 

Cuentos de amor y otras desgraciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora