Estrellas fugaces

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Cuando las primeras gotas de lluvia se deslizaron por la ventana, un vahído de añoranza llenó de niebla el cristal. 

Tras él, unas manos con más años servidos de los que aparentaban, jugaban con una mota de polvo sobre un escritorio de madera roída. Los dedos coqueteaban con las vetas sacándole una melodía a la vida después de la muerte.

La luz aproximándose a toda velocidad por la carretera le dio a esa mujer la certeza de que su noche no sería demasiado silenciosa. Un mechón cansado se escapó de la maraña de rizos que tenía por cabello, demostrando su frustración por igual.

La oscuridad reinaba dentro del recinto. Un sitio destartalado a orillas de un pueblo olvidado, un sitio que recordaba haber visto más pensamientos fugaces que el universo mismo.

La mujer no tenía memoria de cuántas veces ella misma habría guiado un cuerpo celeste en aras de darle compañía, aunque otras cuantas nunca supo quién de ambos era el que la necesitaba. El calor de un abrazo, un beso y otras cosas quemaban en su piel, más cercanos que un recuerdo, sin conocer el nombre de cuántos, ni del cuándo, ni del cómo.

Y el tiempo la había consumido como a la madera de los tablones de la entrada que suspiraban anunciando la llegada de una nueva aventura.

Venían hechos un ovillo, mojados más allá de lo que la lluvia y el sol pudieran ver. Húmedos, y ardiendo. Una mujer joven y esbelta, fluyendo en medio de un vestido de satén rojo y unas manos de dedos nudosos que recorrían esa figura como la sangre, sin conocimiento del asesino. Un par de manos temblorosas y unas cuántas respiraciones agitadas después, la mujer detrás del escritorio tendió una llave.

Ninguno se giró para ver el brillo en sus ojos, con el recuerdo del ardor en aquellas estrellas. Jóvenes, e increíblemente inmensas para verse a sí mismas sin quemarse las pupilas. Increíblemente pequeñas para notar su humanidad en el espejo.

Y la fragilidad de la vejez los alcanzaría. Más pronto que tarde, pensaría ella con una chispa de ironía.

Le gustaban esas cosas. El ruido de las estrellas explotando en el espacio.

¿Quién piensa que una cama se vuelve un campo de guerra? ¿Quién dice que todo lo malo sucede allá afuera?

Y por esos pasillos se perdieron, mientras la tormenta arreciaba a la par que el sonido chirriante de la madera acompañaba una melodía disonante pero hermosa, dependiendo la perspectiva.

Aquel par de intérpretes jamás verían como un tercer instrumento se unía a su orquesta.

Un par de dedos con más años de los que aparentaban se deslizaban prestos por una falda negra, en búsqueda de un paliativo a la soledad de su dueña. Creando un coro, un contrapunto en aquella canción que un día hasta las paredes olvidarían.

Y así, la mujer los usaba de musa e inspiración en cada composición. Llenando el silencio de explosiones en un universo vacío.

Infinitamente explorado, pero nunca comprendido. 

Cuentos de amor y otras desgraciasWhere stories live. Discover now