12. Pesadilla

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Gabriel se balanceaba con fuerza en el columpio. Como si el parque solo existiera para él. Irradiaba vitalidad y alegría y la sensación de mariposas en el estómago en cada una de las oscilaciones, le parecía lo máximo que se podía experimentar en este mundo.

Pero también es verdad que a sus 10 años no tenía muchas experiencias con la que compararla. Simplemente, era feliz.

Cuando se bajó del juego recorrió el parque con su vista. Centró su atención en uno de los bancos del parque. Un niño con la mirada perdida apoyaba su cabeza en el regazo de una mujer de semblante triste y cansado.

La imagen, de algún modo misterioso, le hizo vibrar interiormente empujándole a entrar en contacto con aquel niño.

Se sacudió la ropa con las manos para hacer desaparecer las manchas de polvo y, cuando se aseguró que ya estaba presentable, se dirigió con decisión hasta la pareja.

—¡Hola! —saludó jubiloso.

La mujer reaccionó despacio, pareció que abandonaba un prolongado letargo y respondió.

—Hola. ¿Cómo estás? —enunció animándose un poco.

—Yo estoy bien. ¿Puedo jugar con él? —dijo Gabriel señalando al pequeño.

—Sí. Pero quizás él no tenga ganas de jugar. ¡Pregúntale! —le animó la mujer. "Una madre nunca pierde las esperanzas", pensó alguien.

Gabriel se inclinó sobre el niño. Intentó que sus ojos se enfrentaran moviendo su cara frente a la del muchacho. Probó inclinando un poco el cuello para alinearse con él.

—¡Hola! ¿Cómo te llamas? ¿Quieres jugar?

Como no obtenía respuesta, se dirigió a la mujer con cara de duda.

—¿Es sordo? —dijo con la inocencia que solo puede caber en un niño.

—No. No es sordo. Se llama Rodrigo, pero se ve que no tiene muchas ganas de jugar. ¿Rodrigo, no quieres jugar con...? —dejó morir la frase mirando a Gabriel.

—Gabriel Gómez —respondió con solemnidad.

—¿No quieres jugar con Gabriel? —invitó la madre suavemente.

Ninguna respuesta aparecía en los ojos de Rodrigo. Ningún movimiento animaba a su cuerpo.

—¡Vamos al tobogán! —le apremió Gabriel.

Rodrigo seguía ausente o, por lo menos, eso parecía. Gabriel volvió a intentarlo.

—Rodrigo, venga tío, estoy solo y me aburro, ¡Venga, acompáñame! —y le tendió la mano. La colocó los más cerca que pudo sin tocar la mano del otro niño, tal y como le habían enseñado. Lo único que deseaba era estar haciéndolo lo mejor posible.

Acompañó el movimiento de su mano con un escudriñar profundo de sus ojos sobre los de Rodrigo. Pensó con intensidad "¡Ven a jugar, por favor!".

Lo hizo todo tal y como le habían enseñado.

Y Rodrigo empezó a responder al llamado. Su mano se movió despacio, muy despacio, rozando suavemente la de Gabriel. Y giró su cabeza para enfrentarse, cara a cara, con su compañero. Nadie podía saberlo, pero Rodrigo había reconocido a Gabriel. Ya había visto al otro Rodrigo jugando con él y a la felicidad que transmitían cuando jugaban juntos.

Y comenzó a percibirlo. Sensación de vida. Conciencia de sí mismo. La alegría relampagueaba en su interior empujando, intentando salir al mundo.

Pero en ese mismo instante, una angustia sofocante lo abrasó, revelándole que esa conciencia de sí mismo se convertía en una soledad insoportable. Una sola vida, y nada más.

El limitarse a vivir solo una vida era una tortura para la que Rodrigo no estaba preparado.

Y Gabriel sintió que el atisbo de fuerza que percibió en su pequeña mano se convertía en una gelatina escurridiza, imposible de sostener.

La madre enjugó una lágrima que corría por su mejilla al ver desaparecer, antes siquiera de empezar, el milagro que creyó adivinar.

Gabriel tuvo la intención de reconfortar a la mujer explicándole que, por unos instantes, vio luz en los ojos de Rodrigo, pero desistió al descubrir que no conocía palabras para expresar correctamente lo que había percibido.

Se alejó sin decir nada. Cabizbajo y contrariado, caminó despacio al encuentro de una joven mujer rubia que le esperaba apoyada, de forma desinteresada, contra un árbol.

—No quiso jugar conmigo —se adelantó a decir ofuscado—¡No quiso!

—No te preocupes. Lo has hecho muy bien. Incluso mejor de lo que crees.

—Pero no quiso jugar conmigo, Lari. ¡Y dijiste que era importante que lo hiciera! —le recordó desafiante.

—¡Oh, sí! Muy importante. Pero ya tendremos otra oportunidad. Te estás acercando mucho y creo que lo vas a conseguir. ¡Vamos!

"¿A dónde?" quiso preguntar, pero la orden "¡Vamos!" retumbó en la cabeza de Gabriel como una voz que se apaga dentro de un largo túnel.

Se despertó y al mismo tiempo que abría los ojos se sentó de golpe en la cama.

Recordó los juegos del parque. El tobogán vacío y a un niño en el regazo de su madre. También recordó a la rubia.

Una gran congoja le oprimía el pecho y no encontraba motivo para ello. Sintió que unas lágrimas humedecían su rostro y las secó con las mangas de su pijama. Se mordió el labio inferior contrariado.

Se acostó sobre su lado derecho y enroscó las sábanas en sus manos. No pudo evitar comenzar a sollozar y la respiración se le hizo entrecortada.

No le gustaban esos sueños. Y mucho menos si debía compartirlos con un loquero al otro día.

Decidió no hacerlo. No tiene porqué saberlo.

Sintió como volvía dormirse lentamente y se dejó llevar. "Ojalá no sueñe otra vez", deseo en su último pensamiento consciente.

Quizás hubiera debido desearlo con más fuerza.

EsquizofreniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora