Capítulo Nº 2

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Había pasado cerca de seis meses desde aquella fiesta en la piscina. Luego de varias cartas de rechazo en universidades –debido a que, a diferencia de Eric, yo no era inteligente ni talentoso–, me dediqué a trabajar casi todos los días en ese restaurante de mala muerte. Fregaba platos todo el tiempo y, aunque fui contratado como bachero, siempre terminaba por hacer todo lo que los jefes quisieran. El jefe siempre me decía «eres atractivo, Alphonse, la próxima semana serás mozo de salón», y siempre seguía fregando platos por unos míseros billetes.

Eric, por el contrario, había sido aceptado en la universidad de abogacía y llevaba un tiempo sin verlo. La única persona con la que en verdad tenía contacto era con Becky, y eso era mucho decir siendo que ella estudiaba tanto.

Luego de aquella fiesta en su casa durante el verano, Becky y yo nos habíamos hecho más unidos, salíamos juntos a pasear, fuimos al cine e incluso a alguna que otra disco. Teníamos tanto sexo como cualquier hombre quisiera, y de todas las formas posibles y a las horas y momentos inimaginables. Fui feliz, al menos mientras duró.

Lo sé, lo sé, deben pensar «Al ya viene de pesimista», pero esta historia, estas palabras que escribo, no se tratarán de Becky, ¡claro que no! Se tratarán de otra persona, pero por el momento nos concentraremos en ella, en esa hermosa sirena a la que amaba. Y sirena era el término perfecto para describirla, no solo por su perfección, sino por su poder de controlarme y llevarme al abismo.

Becky debía dar unos parciales así que nos veíamos poco y nada, pero nos manteníamos comunicados por teléfono, solía llamarla a la tarde para conversar, siempre era mejor hablar a enviar un mensaje de texto. Y justo ese día en el que pasé de ser el hombre más feliz del mundo, al más desdichado, ella me envió un texto que decía lo siguiente: «Necesito que me hagas un favor, iré a tu casa, besos». Y aunque Becky conocía mi humilde morada, no quería que la encontrara en esas situaciones precarias. La limpié de pies a cabeza e intenté que el piso de madera se viera como nuevo.

—¿Al, qué haces?

Me sobresalté tanto que casi estuve a punto de romper un par de vasos. No era usual que mamá apareciera en casa a esa hora de la tarde, ya que el trabajo la tenía siempre muy atareada. Giré para verla con una sonrisa e intenté no tartamudear, ella tenía un extraño poder maternal para saber todo lo que le escondía con solo mirarme.

—Solo limpio, va a venir Becky a pedirme un favor y no quiero que vea la casa hecha un desastre —dije a una velocidad que hasta me sorprendió a mí mismo.

—Bebé, limpié esta mañana —Curvó sus labios en una sonrisa casi maliciosa y me dirigió esos profundos ojos verdes que tenía—. ¿Quieres que los deje solos?

—¡Mamá!

—Ay, por favor, tienes dieciocho años, ¿crees que soy estúpida?

Comenzó a reírse y yo sentí mi cara arder, pero traté de concentrarme en acomodar los vasos. No pensaba tener una conversación sexual con mamá, jamás en la vida. Aún no superaba su conversación a los once años sobre los cambios hormonales, y menos a los catorce sobre la importancia de la masturbación. No, mamá, no. Me perdiste.

Pequeños sorbos de téWhere stories live. Discover now