Irene pensó que aquel hombre debía de tener mucho empeño en tener algo con ella.

Por la razón que fuera. 

Le observó. Con camisa de rayas, ajustada y unos pantalones de pinzas.

“Va hecho un pincel para ser tan temprano”, pensó ella conteniendo una sonrisa.

Después le observó conducir, de camino al aeropuerto.

Entonces pensó que el encanto que tenía Álvaro para saltarse los semáforos era único: lo hacía con suavidad. De manera natural.

César, por el contrario, aceleraba el coche bruscamente, como para demostrar que aquel cacharro tenía todo el motor que a él le faltaba.

Era muy agresivo conduciendo. Los volantazos sobresaltaban a la escritora, quien se veía obligada a mantener una conversación superficial con el neurólogo.

–      Entonces, ¿vais Álvaro y tú solos? – preguntó César antes de aparcar.

Irene había procurado no tocar aquel tema. No quería echar leña al fuego.

Simplemente estaba tratando de poner distancia y tierra entre Echegaray y ella. Estaba siendo cordial, pero fría. Amable, pero distante.

La escritora había tenido tiempo para reflexionar aquel par de días acerca de cómo ser elegante dando calabazas a César.

Era un hombre que, pese a su chulería y cierta soberbia, no parecía tener mal fondo.

Pero era la clase de persona que a Irene no le atraía en absoluto. Y de ello se había dado cuenta en el momento que había ido a cenar con él. Sólo que había querido esperar a conocerle mejor.

Para no prejuzgarle.

O tal vez para darle celos a Álvaro.

–      Sí, vamos él y yo. Espero que el viaje me aclare las ideas – terminó por decir ella.

–      Cuando vuelvas… Podríamos hacer algo juntos. Me gustas mucho Irene – dijo entonces él.

El coche aún se encontraba en doble fila y César la miraba fijamente.

Una encerrona.

“¡Debería estar prohibido presionar a la gente así!”, pensó ella.

Sin responder, Irene bajó del coche y caminó hacia el maletero para descargar su equipaje.

Él se bajó también y se aproximó.

–      Sé que soy muy insistente. Pero entiéndeme. Pocas personas significan tanto para mí – dijo entonces él.

Ella enarcó una ceja.

–      Apenas nos conocemos – repuso la escritora –. Me caes muy bien, pero no lo suficiente como para tener una relación… – al ver la expresión decaída de César, ella añadió – : Eres un buen hombre, pero no puedo darte lo que me pides.

–      Entiendo – musitó él –. Acabo de hacer el ridículo.

Irene no comprendía como una persona adulta, civilizada y madura no alcanzaba a comprender según qué cosas. “Que haga el favor de no victimizarse”, suplicó la escritora para sus adentros.

–      No quería ser tan brusca. Perdóname.

–      Sé que me has estado evitando. Al menos podrías decirme ¿qué he hecho mal?

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