César sonrió, complacido.

Ambos se subieron al coche. Irene tuvo la sensación de encontrarse fuera de lugar.

Observó que César vestía de traje y corbata. Llevaba un reloj bastante caro y el pelo, bastante corto, tenía algo de gomina.

Sin embargo, sus ojos azules seguían impresionando a Irene. Le resultaban muy imponentes.

– He reservado una mesa en un restaurante que inauguran hoy. Habrá mucha gente, pero no tendremos ningún problema gracias a la reserva ¿te parece bien?

– Estupendo – respondió Irene al instante.

Irene estaba nerviosa. No sabía qué decir, qué hacer, ni de qué hablar. Sentía como si el doctor Echegaray estuviera en otra esfera diferente a la suya. Como si no encajaran.

En realidad, ella no sabía por qué demonios estaba allí con él.

“Maldito orgullo”, pensó ella. Si no se hubiera sentido tan rechazada cuando Álvaro le dijo que no había ocurrido nada entre ellos, Irene no habría aceptado a las primeras de cambio el salir con César Echegaray.

– ¿Y qué libros has publicado? – terció entonces el neurólogo.

Ella iba a comenzar a hablar cuando él cambió de tema:

– Allí hay un sitio, hemos tenido suerte. ¿No te quejarás, verdad? Vamos a aparcar a la primera.

Irene enarcó una ceja, se suponía que debía contestar a aquella pregunta, pero no.

La escritora fue consciente de que, para ella, el atractivo de aquel hombre expiraba por momentos. Su “éxitus” andaba cerca.

Cuando el doctor logró aparcar el pequeño Porsche, le dedicó a Irene una mirada de ojos cristalinos aderezada con una sugerente sonrisa.

Ella se sobrecogió. Aquella mirada la estremecía. Era rematadamente guapo.

Suspiró con disimulo y después se bajó del coche. De camino al restaurante, y haciendo sonar sus elevados tacones sobre los adoquines grises de la acera, en aquella calle bien iluminada y repleta de tiendas del centro de la ciudad, Irene se sobresaltó al sentir el contacto de la mano de César sobre la suya propia.

Ella apartó la mano instintivamente, dando a entender al neurólogo que iba demasiado deprisa.

– ¿Te gusta la comida italiana? – preguntó él para romper aquel silencio.

Irene sonrió.

– Prefiero la china… Pero la pizza me gusta.

César hizo una mueca de asco.

– Pero si los rollitos de primavera son asquerosos…

– Y los espaguetis no saben a nada – contraatacó Irene.

El doctor Echegaray sabía que no estaba llevando aquella conversación a buen puerto. Le dio un giro de ciento ochenta grados.

– Háblame de tus libros – le sugirió él.

Irene inspiró. No debía hablar de novelas románticas o sería rápidamente objeto de burlas fáciles.

Bien, la novela histórica es en teoría más respetable, pensó ella.

– Son históricas… Me gusta la Edad Media… Ya sabes: la peste, la quema de brujas… Esas cosas que dan para tanta literatura… – Irene pensó que debía de desviar aquel tema hacia otro menos peligroso –. ¿Y tus investigaciones?

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