La señora comenzó a gritar. Después corrió y se sentó junto al anciano para agarrarle la mano.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¡Padre! – gritaba ella –. ¡Ayúdelo por favor! – le gritó a Irene entonces.

Ella procuró hacer oídos sordos. Necesitaba concentración y fuerza para hacer las cosas bien. Irene comprendía la angustia de aquella mujer y el llanto de los niños que había tras ellos (debían de ser los nietos), pero en aquel momento quien realmente necesitaba atención era la persona que estaba a puntito de tener un paro cardíaco si alguien no le daba un choque rápidamente.

– Irene – dijo Álvaro de pronto –. El guardia de seguridad me ha traído esto, por si quieres usarlo.

Ella elevó la mirada. Sus ojos se iluminaron al ver un pequeño estuche rojo.

– ¡Ábrelo! – gritó ella mientras continuaba con el masaje cardíaco.

– ¿Yo? – preguntó Álvaro asustado.

– ¡Sí! – gritó Irene exasperada.

Ya comenzaba a formarse un corrillo de gente alrededor del anciano, de Irene y de la hija y los nietos de aquel señor.

Álvaro deslizó la cremallera de aquel estuche y ante él apareció un aparato de plástico rojo, con un par de cables conectados a sendos electrodos.

– Ya está, ahora qué hago – dijo él.

Irene, sudando por el esfuerzo y el nerviosismo, respondió, aún sin dejar de comprimir el esternón del anciano:

– Los electrodos son pegatinas, llevan un dibujo… Una va debajo del pecho izquierdo y el otro creo que en pectoral derecho, tú mira los dibujos y pégalos tal y como te indican.

Álvaro observó a la escritora y, de no ser por la urgencia de la situación, se hubiese recreado en admirarla durante unos instantes.

Sin embargo, lo que se preguntaba en aquel momento era cómo diablos se las iba a apañar para colocar los electrodos en la piel desnuda de aquel anciano mientras Irene estaba presionando con ambas manos el esternón.

Resopló nervioso. Tendría que buscar la manera.

Como pudo, pasó uno de sus brazos bajo los de Irene y alcanzó a presionar el primer electrodo bajo la tetilla izquierda del anciano.

El otro electrodo pudo colocarlo sin problemas en la parte superior del pectoral derecho.

– Ahora enciéndelo – dijo ella, sin detenerse en ningún instante.

Álvaro obedeció. Entonces el aparato comenzó a hablar:

– Realizando lectura. No toque al paciente.

Por primera vez, Irene se detuvo y se separó del anciano.

– Por favor, apártese de su padre, podría interferir con el aparato.

La mujer, algo reticente soltó la mano del anciano y se apartó.

– ¡Que nadie lo toque! – gritó Irene para asegurarse de que ningún familiar o morboso acabase electrocutado.

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