levantando un poco las cejas. ¿No tiene nada que decirme? ¿Por qué me ha hecho

venir? Este silencio es insoportable.

De improviso digo, lastimosamente:

—Estoy contento de verte.

La última palabra se estrangula en mi garganta; para salir con eso, hubiera

hecho mejor callándome. Seguramente va a enfadarse. Yo pensé que el primer

cuarto de hora sería penoso. Antes, cuando veía a Anny, aunque fuera después

de una ausencia de veinticuatro horas, por la mañana al despertar, nunca sabía

encontrar las palabras que ella esperaba, las que convenían a su vestido, al

tiempo, a las últimas palabras que habíamos pronunciado la víspera. ¿Pero qué

quiere? No puedo adivinarlo.

Levanta los ojos. Anny me mira con una especie de ternura.

—¿Entonces no has cambiado nada? ¿Siempre eres tan tonto?

Su rostro expresa satisfacción. Pero qué fatigada parece.

—Eres un mojón —dice—, un mojón al borde de un camino. Explicas y

explicarás toda tu vida imperturbablemente que Melun está a veintisiete

kilómetros y Montargis a cuarenta y dos. Por eso te necesito tanto.

—¿Me necesitas? ¿Me necesitaste durante estos cuatro años que no te vi?

Bueno, has estado muy discreta.

Hablé sonriendo; ella podría creer que le guardo rencor. Siento esta sonrisa

muy falsa en mi boca; estoy incómodo.

—¡Qué tonto eres! Naturalmente, no he necesitado verte, si es esto lo que

quieres decir. Ya sabes que no tienes nada particularmente regocijante para los

ojos. Necesito que existas y que no cambies. Eres como ese metro de platino que

se conserva en alguna parte, en París o en los alrededores. No creo que nadie

haya tenido nunca deseos de verlo.

—En eso te equivocas.

—En fin, poco importa, yo no. Bueno, estoy contenta de saber que existe, que

mide exactamente la diez millonésima parte del cuadrante del meridiano

terrestre. Lo pienso cada vez que toman medidas en un departamento o que me

venden género negro por metros.

—¿Ah sí? —digo fríamente.

—Pero podría muy bien pensar en ti sólo como en una virtud abstracta, una

especie de límite. Puedes agradecerme que recuerde cada vez tu cara.

Ya hemos vuelto a las discusiones alejandrinas que era necesario sostener en tiempos, cuando yo abrigaba deseos simples y vulgares, como decirle que

la quería, tomarla en mis brazos. Hoy no tengo ningún deseo. Salvo quizá el de

callarme y mirarla, comprender en silencio toda la importancia de este

acontecimiento extraordinario: la presencia de Anny frente a mí. ¿Y para ella,

este día es semejante a los demás? A ella no le tiemblan las manos. Debía de

La Náusea - Jean Paul Sartre Where stories live. Discover now