34-Sábado.

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Anny viene a abrirme con un largo vestido negro. Naturalmente, no me

tiende la mano, no me saluda. Yo mantuve mi mano derecha en el bolsillo del

sobretodo. Anny dice en tono disgustado y muy rápido, para librarse de las

formalidades:

—Entra y siéntate donde quieras, salvo en el sillón junto a la ventana.

Es ella, muy ella. Deja colgar los brazos; tiene el rostro tristón que antes le

daba el aire de una chiquilla en la edad ingrata. Pero ahora ya no parece una

chiquilla. Está gorda, su pecho es fuerte.

Cierra la puerta, se dice a sí misma, con aire meditativo:

—No sé si voy a sentarme en la cama...

Finalmente se deja caer en una especie de cajón cubierto con un tapiz. Su

andar ya no es el mismo; se desplaza con una pesadez majestuosa, y no sin

gracia; parece molesta por su precoz corpulencia. Pero a pesar de todo es muy

ella, es Anny.

Anny lanza una carcajada.

—¿Por qué te ríes?

No responde en seguida, como de costumbre, y adopta un aire camorrista.

—Dime, ¿por qué?

—Por la amplía sonrisa que enarbolas desde que entraste. Pareces un padre

que acaba de casar a su hija. Vamos, no te quedes de pie. Deja el abrigo y

siéntate. Sí, ahí si quieres.

Sigue un silencio, que Anny no trata de romper. ¡Qué desmantelada está la

habitación! En otros tiempos Anny llevaba en todos sus viajes una inmensa valija

llena de chales, de turbantes, de mantillas, de máscaras japonesas, de imágenes

de Epinal. Apenas paraba en un hotel —aunque tuviera que quedarse una sola

noche— su primer cuidado era abrir la valija y sacar todas sus riquezas, que

colgaba de las paredes, suspendía en las lámparas, extendía sobre las mesas o en

el suelo, según un orden variable y complicado; en menos de media hora el

cuarto más vulgar se revestía de una personalidad pesada y sensual, casi

intolerable. Tal vez la valija se ha perdido, o quedó en el depósito... Esta

habitación fría, con la puerta que se entreabre al cuarto de baño, tiene algo de

siniestro. Se asemeja, con más lujo y tristeza, a mi habitación de Bouville.

Anny sigue riendo. Reconozco muy bien esa risita muy alta y un poco

gangosa.

—Bueno, tú no has cambiado. ¿Qué buscas con esa cara enloquecida?

Sonríe, pero sus ojos me miran con una curiosidad casi hostil.

—Pensaba solamente que este cuarto no parece habitado por ti.

—¿Ah sí? —responde con aire vago.

Nuevo silencio. Ahora está sentada sobre la cama, muy pálida en su vestido

negro. No se ha cortado el pelo. Sigue mirándome con aire de tranquilidad,

La Náusea - Jean Paul Sartre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora