28-Lunes.

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Ya no escribo mi libro sobre Rollebon; se acabó, ya no puedo escribirlo. ¿Qué

voy a hacer de mi vida?

Eran las tres. Estaba sentado a mi mesa; había puesto a mi lado el legajo de

cartas que robé en Moscú; escribía:

"Se difundieron de intento los más siniestros rumores. M. de Rollebon debió

de caer en el lazo, pues escribió a su sobrino, con fecha trece de setiembre, que

acababa de redactar su testamento."

El marqués estaba presente; mientras esperaba instalarlo definitivamente en la

existencia histórica, le prestaba mi vida. Lo sentía como un calor ligero en el

hueco del estómago.

De pronto caí en una objeción que no dejarían de hacerme: Rollebon estaba

lejos de ser franco con su sobrino a quien quería utilizar, si fallaba el golpe, como

testigo de descargo ante Pablo I. Es muy posible que hubiera inventado la

historia del testamento para dárselas de ingenuo.

Era una objeción sin importancia, un error sin consecuencias. Sin embargo

bastó para sumirme en un ensueño taciturno. Evoqué, de improviso, la criada

gorda del Camille, la cabeza huraña de M. Achille, la sala donde tan claramente

sentí que estaba olvidado, abandonado en el presente. Me dije con cansancio:

"¿Cómo yo, que no he tenido fuerzas para retener mi propio pasado, puedo

esperar que salvaré el de otro?"

Tomé la pluma e intenté reanudar la tarea; estaba harto de esas reflexiones

sobre el pasado, sobre el presente, sobre el mundo. Sólo pedía una cosa: que me

dejaran acabar tranquilamente mi libro.

Pero como mi mirada caía en el block de hojas blancas, me absorbió su

aspecto y permanecí con la pluma en el aire, contemplando ese papel

deslumbrador: qué duro y chillón era, qué presente. En él no había más que

presente. Las palabras que acababa de trazar encima no estaban secas aún y ya

no me pertenecían.

"Se difundieron de intento los más siniestros rumores..."

Esta frase la había pensado; había sido primero un poco de mí mismo. Ahora

estaba grabada en el papel, formaba un bloque contra mí. Ya no la reconocía. Ni

siquiera podía repensarla. Estaba allí, frente a mí; hubiera sido inútil buscarle una marca de origen. Cualquier otro habría podido escribirla. Pero yo, yo no

tenía la seguridad de haberla escrito. Ahora las letras no brillaban, estaban secas.

También eso había desaparecido; ya no quedaba nada de su efímero esplendor.

Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presentí, nada más que presente.

Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una cama, un

ropero con espejo —y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del

presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El

La Náusea - Jean Paul Sartre Where stories live. Discover now