6-Las cinco y media.

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¡La cosa anda mal, muy mal! Otra vez la suciedad, la Náusea. Y una novedad: me dio en un café. Los cafés eran hasta ahora mi único refugio porque están llenos de gente y bien iluminados; ni siquiera me quedará este recurso; cuando me vea acosado en mi cuarto, no sabré adónde ir.
Iba a hacer el amor, pero apenas empujé la puerta, Madeleine, la sirvienta, me gritó:
—La patrona no está; salió por unas diligencias.
Sentí una viva decepción en el sexo, un largo cosquilleo desagradable. Al mismo tiempo, sentía que la camisa me rozaba la punta de los pechos, y la impresión de que un lento torbellino encendido me rodeaba, me llevaba, un torbellino de bruma, de luces, en el humo, en los espejos, en las banquetas que brillaban en el fondo, y no veía por qué estaba allí, ni por qué pasaba eso. Me había detenido en la puerta, no sabía si entrar, y entonces se produjo un remolino, pasó una sombra por el techo y me sentí empujado hacia adelante. Flotaba, me aturdían las brumas luminosas que me penetraban por todas partes a la vez. Madeleine vino flotando a quitarme el sobretodo, y observé que se había estirado el pelo y llevaba pendientes: no la reconocí. Yo miraba sus grandes mejillas, que corrían interminables hacia las orejas. En el hueco de las mejillas, bajo los pómulos, había dos manchas color de rosa, bien aisladas, que parecían aburrirse en esa carne pobre. Las mejillas corrían, corrían hacia las orejas, y Madeleine sonreía:
—¿Qué toma usted, señor Antoine?
Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee.
He pagado. Madeleine se llevó el platillo. Mi vaso aplasta contra el mármol un charco de cerveza amarilla donde flota una burbuja. La banqueta se hunde en el sitio donde estoy sentado, y para no resbalarme debo apoyar fuertemente las suelas contra el piso; hace frío. A la derecha, algunos juegan a las cartas sobre un tapete de lana. No los vi al entrar; sentí simplemente que había un paquete tibio, mitad sobre la banqueta, mitad sobre la mesa del fondo, con pares de brazos que se agitaban. Después Madeleine les llevó naipes, el tapete y fichas en una escudilla. Son tres o cinco, no sé, me falta ánimo para mirarlos. Tengo un resorte roto: puedo mover los ojos, pero no la cabeza. La cabeza es blanda, elástica; parece puesta justo sobre el cuello; si la muevo se me caerá. A pesar de todo, oigo un aliento corto, y de vez en cuando veo, con el rabillo del ojo, como un relámpago, una cosa colorada, cubierta de pelos blancos. Es una mano.
Cuando la patrona hace diligencias, su primo la reemplaza en el mostrador. Se llama Adolphe. Al sentarme, comencé a mirarlo, y seguí haciéndolo porque no podía volver la cabeza. Está en mangas de camisa, con tirantes malva; se arremangó hasta arriba del codo. Los tirantes apenas se ven sobre la camisa azul; están borrados, hundidos en el azul, pero es una falsa humildad; en realidad no permiten el olvido, me irritan con su terquedad de carneros como si, dirigiéndose al violeta, se hubieran detenido en el camino sin abandonar sus pretensiones. Dan ganas de decirles: “Vamos, vuélvanse violeta, y no se hable más” Pero no, permanecen en suspenso, obstinados en su esfuerzo inconcluso. A veces el azul que los rodea se desliza sobre ellos y los cubre del todo; me estoy un instante sin verlos. Pero es una ola; pronto el azul palidece por partes y veo reaparecer islotes de un malva vacilante, que se agrandan, se juntan y reconstruyen los tirantes. El primo Adolphe no tiene ojos; sus párpados hinchados y recogidos se abren apenas un poco sobre el blanco. Sonríe con aire dormido; de vez en cuando resopla, gañe y se debate débilmente, como un perro soñando.
Su camisa de algodón azul se destaca gozosamente sobre una pared chocolate. También eso da la Náusea. O más bien es la Náusea. La Náusea no está en mí; la siento allí, en la pared, en los tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo quien está en ella.
A mi derecha el paquete tibio se pone a zumbar, agita sus pares de brazos. —Toma, ahí tienes tu triunfo. —¿Qué triunfo?
Gran espinazo negro curvado sobre el juego: —¡Ja, ja, ja!
—¿Qué? Ahí está el triunfo, acaba de jugarlo. —No sé, no he visto ...
—Sí, ahora acabo de jugar triunfo.
—Ah, bueno, entonces, triunfo de corazones—. Canturrea: —Triunfo de corazones, triunfo de corazones, triun-fo-de-co-ra-zo-nes—. Hablando: —¿Qué pasa, señor? ¿Qué pasa, señor? ¡Alzo!
De nuevo el silencio en la faringe —el gusto a azúcar en el aire—. Los olores. Los tirantes.
El primo se levanta, da unos pasos, pone las manos detrás de la espalda, sonríe, alza la cabeza y se echa hacia atrás, sobre las puntas de los talones. En esa posición se duerme. Está allí, oscilante, y sigue sonriendo; le tiemblan las mejillas. Se va a caer. Se inclina hacia atrás, se inclina, se inclina dando la cara al techo, y en el momento de caer, se agarra diestramente del borde del mostrador y restablece el equilibrio. Después de lo cual vuelve a empezar. Ya estoy harto; llamo a la sirvienta:
—Madeleine, ponga algo en el fonógrafo, sea buena. Eso que me gusta, ¿sabe?: Some of these days.
—Sí, pero tal vez moleste a los señores; no les agrada la música cuando están jugando. Ah, voy a preguntarles.
Hago un gran esfuerzo y vuelvo la cabeza. Son cuatro. Ella se inclina sobre un viejo color púrpura que lleva en la punta de la nariz lentes de aro negro. El viejo oculta el juego contra el pecho y me echa una mirada desde abajo. —Cómo no, señor.
Sonrisas. Tiene los dientes podridos. No es él el dueño de la mano roja, sino su vecino, un tipo de bigotes negros. El tipo de los bigotes posee una nariz de agujeros inmensos, que podrían bombear aire para toda una familia, y que le comen la mitad de la cara, pero sin embargo, respira por la boca jadeando un poco. También está con ellos un muchacho de cabeza perruna. No distingo al cuarto jugador.
Las cartas caen sobre el tapete de lana, girando. Luego manos de dedos enjoyados las recogen, raspando el tapete con las uñas. Las manos ponen manchas blancas en el tapete, parecen infladas y polvorientas. Siguen cayendo otras cartas, las manos van y vienen. Qué ocupación absurda: no parece un juego, ni un rito, ni una costumbre. Creo que lo hacen para llenar el tiempo, simplemente. Pero el tiempo es demasiado ancho, no se deja llenar. Todo lo que uno sumerge en él se ablanda y se estira. Por ejemplo, ese ademán de la mano roja que recoge las cartas tropezando, es flojo. Habría que descoserlo y cortar por dentro.
Madeleine mueve la manivela del fonógrafo. Con tal de que no se haya equivocado, con tal de que no haya puesto, como el otro día, el aria de Caballería Rusticana. Pero no, está bien, lo reconozco desde los primeros compases. Es un viejo rag-time con estribillo cantado. Lo oí en 1917 a soldados americanos en las calles de La Rochelle. Ha de ser anterior a la guerra. Pero el registro es mucho más reciente. Con todo, es el disco más viejo de la colección, un disco Pathé para púa de zafiro.
En seguida vendrá el estribillo: es lo que más me gusta, sobre todo la manera abrupta de arrojarse hacia adelante, como un acantilado contra el mar. Por el momento, toca el jazz; no hay melodía, sólo notas, una miríada de breves sacudidas. No conocen reposo; un orden inflexible las genera y destruye; sin dejarles nunca tiempo para recobrarse, para existir por sí. Corren, se apiñan, me dan al pasar un golpe seco y se aniquilan. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegara a detener una, sólo quedaría entre mis dedos un sonido canallesco y languideciente. Tengo que aceptar su muerte; hasta debo querer esta muerte; conozco pocas impresiones más ásperas o más fuertes.
Comienzo a calentarme, a sentirme feliz. Todavía no es nada extraordinario, es una pequeña dicha de Náusea: se despliega en el fondo del charco viscoso, en el fondo de nuestro tiempo —el tiempo de los tirantes malva y de las banquetas desfondadas—; está hecha de instantes amplios y blandos, que se agrandan por los bordes como una mancha de aceite. Apenas nacida, es vieja; me parece que la conozco desde hace veinte años.
Hay otra dicha: afuera está esa banda de acero, la estrecha duración de la música, que atraviesa nuestro tiempo de lado a lado, y lo rechaza y lo desgarra con sus pumitas secas; hay otro tiempo.
—El señor Randu juega corazón; tú echas el as.
La voz se desliza y desaparece. Nada hace mella en la cinta de acero: ni la puerta que se abre, ni la bocanada de aire frío que se cuela sobre mis rodillas, ni la llegada del veterinario con su nieta: la música horada esas formas vagas y las traspasa. No bien se sienta, la niña queda suspensa; permanece rígida, con los ojos muy abiertos; escucha frotando la mesa con el puño.
Unos segundos más y cantará la negra. Parece inevitable, tan fuerte es la necesidad de esta música; nada puede interrumpirla, nada que venga del tiempo donde está varado el mundo; cesará sola, por orden. Esta hermosa voz me gusta sobre todo, no por su amplitud ni su tristeza, sino porque es el acontecimiento que tantas notas han preparado desde lejos, muriendo para que ella nazca. Y sin embargo, estoy inquieto; bastaría tan poco para que el disco se detuviera: un resorte roto, un capricho del primo Adolphe. Qué extraño, qué conmovedor que esta duración sea tan frágil. Nada puede interrumpirla y todo puede quebrantarla.
El último acorde se ha aniquilado. En el breve silencio que sigue, siento fuertemente que ya está, que algo ha sucedido. Silencio.
Some of these days You’ll miss me honey.
Lo que acaba de suceder es que la Náusea ha desaparecido. Cuando la voz se elevó en el silencio, sentí que mi cuerpo se endurecía; y la Náusea se desvaneció. De golpe; era casi penoso ponerse así de duro, de rutilante. Al mismo tiempo la duración de la música se dilataba, se hinchaba como una bomba. Llenaba la sala con su transparencia metálica, aplastando contra las paredes nuestro tiempo miserable. Estoy en la Náusea. En los espejos ruedan globos de fuego; anillos de humo los circundan, y giran, velando y descubriendo la dura sonrisa de la luz. Mi vaso de cerveza se ha empequeñecido, se aplasta sobre la mesa; parece denso, indispensable. Quiero tomarlo y sopesarlo, extiendo la mano... ¡Dios mío! Esto es, sobre todo, lo que ha cambiado: mis ademanes. Este movimiento de mi brazo se ha desarrollado como un tema majestuoso, se ha deslizado a lo largo del canto de la negra; me pareció que yo bailaba.
El rostro de Adolphe está ahí, apoyado contra la pared chocolate; parece muy próximo. En el momento en que mi mano se cerraba, vi su cabeza; tenía la evidencia, la necesidad de una conclusión. Oprimo mis dedos contra el vidrio, miro a Adolphe: soy feliz. —¡Ahí está!
Una voz se lanza sobre un fondo de rumores. Es que habla mi vecino, el viejo. Sus mejillas ponen una mancha violeta sobre el cuero pardo de la banqueta. Una carta restalla contra la mesa. Malilla de oros.
Pero el muchacho de cabeza perruna sonríe. El jugador coloradote, curvado sobre la mesa, lo acecha de soslayo, pronto a asaltar. —¡Y ahí tiene!

La Náusea - Jean Paul Sartre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora