El tiempo está gris, se pone el sol; dentro de dos horas parte el tren. Crucé por
última vez el jardín público y me paseo por la calle Boulibet. Sé que es la calle
Boulibet, pero no la reconozco. Por lo general, cuando me metía en ella, me
parecía atravesar una profunda capa de buen sentido; tosca y cuadrada, la calle
Boulibet se asemejaba, con su seriedad sin gracia alguna, su calzada comba y
embreada, a las rutas nacionales cuando atraviesan las villas ricas, flanqueadas,
durante más de un kilómetro, por voluminosas casas de dos pisos; yo la llamaba
calle de paisanos y me encantaba por estar tan fuera de sitio, tan paradójica en un
puerto comercial. Hoy las casas están ahí, pero han perdido su aspecto rural; son
inmuebles, nada más. En el jardín público tuve, hace un rato, una impresión del
mismo tipo; las plantas, el césped, la fuente de Olivier Masqueret parecían
obstinadas a fuerza de ser inexpresivas. Comprendo: la ciudad es la primera en
abandonarme. No he salido de Bouville y ya no estoy. Bouville guarda silencio.
Me parece extraño tener que quedarme dos horas todavía en esta ciudad que sin
preocuparse ya de mí ordena sus muebles y los enfunda para descubrirlos en
toda su frescura esta noche, mañana, a los recién llegados. Me siento más
olvidado que nunca.
Doy unos pasos y me detengo. Saboreo el olvido total en que he caído. Estoy
entre dos ciudades: una me ignora, la otra ya no me conoce. ¿Quién se acuerda
de mí? Quizá una mujer joven y pesada, en Londres... ¿Y acaso piensa en mí?
Además está ese tipo, ese egipcio. Tal vez acaba de entrar en su cuarto, tal vez la
ha tomado en sus brazos. No soy celoso; bien sé que ella se sobrevive. Aunque
me quisiera con toda el alma, sería un amor de muerta. Yo he tenido su último
amor vivo. Pero con todo, él puede darle esto: placer. Y si está a punto de
desfallecer y de hundirse en lo turbio, entonces ya no hay nada en ella que la una
a mí. Goza, y para Anny no soy más que si nunca la hubiera conocido; de golpe
se ha vaciado de mí, y todas las otras conciencias del mundo también están
vacías de mí. Esto me hace gracia. Sin embargo sé que existo, que yo estoy aquí.
Ahora, cuando digo "yo", me suena a hueco. Ya no consigo muy bien
sentirme, tan olvidado estoy. Todo lo que me queda de real es existencia que se
siente existir. Bostezo dulce, largamente. Nadie. Antoine Roquentin no existe
para nadie. ¿Qué es eso: Antoine Roquentin? Es algo abstracto. Un pálido y
pequeño recuerdo de mí vacila en mi conciencia. Antoine Roquentin... Y de
improviso el Yo palidece, palidece, y ya está, se extingue.
Lúcida, inmóvil, desierta, la conciencia está entre paredes; se perpetúa. Nadie
VOUS LISEZ
La Náusea - Jean Paul Sartre
ClassiquesPublicada en 1938, "La naúsea" de Jean-Paul Sartre es, junto con "El extranjero" de Albert Camus, la novela que encarna de forma más emblemática la corriente de pensamiento existencialista fruto de la atroz experiencia de la Primera Guerra Mundial y...