Prólogo

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Sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del reino de la muerte no prevalecerán contra ella.

Mateo 16:18

Y bajo la promesa de que veríamos en la última luz las puertas del paraíso, nos levantamos. Sabíamos, pues, bien adoctrinados quedábamos, que, si la espada era nuestra vida, también lo sería la muerte. Mas seguimos sin demora ni duda alguna el sendero de las enseñanzas. Cuando sentíamos el peso de la estola posarse en nuestros hombros, comenzaba nuestro viaje. Aquellos primeros pasos hacia el oscuro mundo de luz que nos rodeaba era lo único que sabíamos. Aquella era nuestra realidad.

Habíamos nacido en la oscuridad del mundo y nuestras manos, callosas y mordidas por el frío, se arrastraban sangrantes por la piedra para conseguir abrazarse a la ardiente luz que desde el cielo nos guiaba. Éramos humildes señores para nada dueños de nuestro camino. Seguíamos las palabras de una luz lejana que susurraba líricas profetizadas sobre el destino que acaecería. No sabíamos nada más. No sabíamos más.

Desconocedores del mundo y sus ingeniosas e intrincadas naturalezas, vagábamos por sus caminos inescrutables sin saber a dónde ir, guiándonos por la fe en que unas invisibles manos níveas nos acercarían a donde aquellos afectados por la ponzoña y la vileza nos necesitaran. Como doctores de lo extraño, acudíamos a los lugares que nos eran mandados, nos apartábamos de la humareda de la ciudad para visitar campos, prados, caseríos, castillos y lejanos lares. Vivíamos con ocultos quehaceres, secretos enseres y turbios porvenires; aquella era nuestra vida, la única que conocíamos. Probablemente, la única que jamás veríamos. Una llena de secretos, caminos en la sombra, rodeado de energúmenos con máscaras y falsas sonrisas. Nuestra vida. Los encargados de adentrarnos en las tinieblas para proteger en la luz a aquellos beneficiarios de la palabra del Señor que acostumbraban a aparentar un semblante beato, inmaculado, escondiendo un interior mefistofélico podrido y perverso. Aquellos santos devotos de la lujuria, la perversidad y la nocturnidad eran a los que debíamos proteger. A los intolerantes, a los celosos, a los envidiosos, a los iracundos, a los glotones, a los pervertidos, a los humanos. Y mientras ellos disfrutaban de la luz del sol, de los beneficios de nuestras obras, nosotros trabajábamos en las sombras tejiendo su realidad.

¿Pero qué era ese tejido que llamábamos realidad? ¿Acaso era algo ficticio o algo palpable? Estaba acostumbrado a recorrer en la nocturnidad las lúgubres venas infecciosas de la ciudad, esquivando las iluminadas arterias principales y callejeando por los capilares peor entretejidos de la urbe. En esos lares dejados de la mano de Dios uno podía observar todas las inmundicias que no recibían la sacrosanta visita de los cielos y su señor. Se suponía que el deber de las personas que caminaban conmigo en los perdidos senderos del mundo servía a la misma causa, a la misma gente. Cuando observaba el universo de humo y acero que las generaciones previas habían creado no podía dejar de preguntarme: ¿hacia dónde avanzábamos? ¿Eran el vapor y el acero la defensa contra aquello que nos asustaba o contra aquello que queríamos conseguir? ¿Era ese el camino? No podía saberlo, pero las dudas surgían al ver la otra cara del mundo que las personas que recorrían calles diferentes a las que pisaba no podían ver, quizás es que no podían ver. Podría ser que siempre hubieran estado allí pero nunca se hubieran dignado a mirar. Tal vez, porque no supieran dónde mirar o porque ya se hubieran olvidado de cómo hacerlo. Esa era la posibilidad que veía más probable y, sin duda, la que más podía llegarme a asustar.

Cuando mis piernas me llevaban por las oscuras vías que mi discreto y repudiado oficio comportaba, veía cómo era el todo en realidad. No solo la realidad del mundo, sino la realidad de aquellos que habitaban más allá. Algo que, reconozco, no tenían todos los compañeros de gremio que deambulaban por los peligrosos senderos que nos tocaba recorrer día a día o, mejor dicho, noche a noche. Cada vez que la luna se alzaba en el horizonte para dejar descansar al astro rey, empezaba el cambio. Todas aquellas historias y fábulas que contaban a los niños antes de acostarse eran los resúmenes e informes que yo reportaba antes de acostarme. Mas para ellos eran solo historias, mi propia realidad, la única. Meros cuentos de hadas grabados en la piel. No eran bulos, no eran patrañas o habladurías de algún charlatán. Cuando la luna alzada me devolvía la mirada y yo me encaminaba, encomendado, a mi trabajo, todo cambiaba; ella me miraba y yo, bajo su luz, abandonaba el mundo humano. Atrás quedaba el seguro terreno del día; ahora, entraba a uno diferente. Un infinito donde todas aquellas criaturas hacedoras de terrores y pánico en las mentes de adultos e infantes se volvían el pan de cada día. Al final del este terminaba la pesadilla, solo para que con la noche mi hábito y estola cayeran sobre mis hombros para volver a empezar de nuevo. Decir adiós al luminoso conocido y dar la bienvenida a la tétrica realidad. Algunos lo llamaban el Otro Mundo, el otro lado, el más allá, el mundo de los espíritus, de los fantasmas, de los caídos o de los muertos. Para mí, solo eran términos antitéticos de la cruda realidad. Decía adiós al mundo humano para adentrarme en el mundo de los monstruos.

De Humanos y Monstruos - Lágrimas de NieveWhere stories live. Discover now