– Adiós – musitó ella.

Se despidió del dueño con un apretón de manos y un nudo en la garganta. Después caminó rauda hacia su casa, que se encontraba  tan solo a diez minutos del lugar.

Una vez en el ascensor, dejó escapar algunas lágrimas.

Se sentía algo estúpida por llorar así. Un coche es un coche, no una persona. No debería llorar por ello.

¡Pero aquella chatarra le traía tantos recuerdos!

Una vez en su piso, encendió su ordenador, dispuesta a escribir como mínimo una página. Ya se le había hecho tarde para ir a la clase de Ferreras, aunque en realidad, tampoco era algo que le hubiese apetecido mucho.

Álvaro le parecía demasiado estirado. Era lo suficientemente atractivo como para fijarse en él, pero no lo bastante como para perder el norte.

Y, aún así, conseguía estresarla.

Sentía cierto reparo al hablarle y mirarle, porque daba la sensación de que cualquier mujer que osara dirigirse a él sería catalogada, por él mismo, como una mujer fácil de llevarse a la cama.

“No se ha portado mal conmigo… No del todo”, pensaba Irene mientras tecleaba las primeras frases:

“Pero llorar no sirve de nada. Mi padre me ha dicho que debo alegrarme. <<Debes sonreír. Tu belleza se acentúa cuando pones algo de luz en tus ojos. Recuerda que, en el fondo, él ha pagado por tenerte y no has de defraudarle >>. Fue la primera vez que mi padre mintió.

Mi instinto me dice que él no quiso entregarme. 

<<Ahora ya no tienes de qué preocuparte. No morirás de hambre. Tus hijos crecerán en un entorno cargado de lujos y riqueza. Tú vestirás como una dama. Te respetarán como a tal. >> Mintió de nuevo. Él sabía que mi existencia sería feliz aún llevando un saco de harina por vestido, siempre y cuando no me encerraran en una jaula con barrotes de oro.

¿También le habrían dicho eso a mi madre?

No. Mi madre amaba a mi padre. Además, tenían la misma edad.

Mi matrimonio es algo muy distinto. Yo cuento con dieciséis inviernos y mi, ahora, cónyuge, debe de estar sobrepasando los cincuenta. Me estremezco ante la idea de compartir mis noches con él.

Lo vi por primera vez hará unos tres años. Su pesada armadura protegía su tronco y sus extremidades. Galopaba sobre un caballo azabache hacia el norte. Quince soldados lo escoltaban.

Lo que más me llamó la atención de aquella estampa fue su diminuta envergadura.

Se trata de un hombre minúsculo, que acompañado de su séquito se asemeja a una hormiga rodeada de sapos.

Ignoro la manera en la que supo de mi existencia. “

Irene se retorció en su asiento. La medicación dejaba de hacer efecto y el hombro comenzaba a doler de nuevo.

Se incorporó y fue a la cocina para tomarse un Nolotil.

En aquel instante la pantalla de su móvil se iluminó mostrando una ristra de mensajes que luchaban por hacerse visibles.

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