-Si que corren rápido los chismes por aquí.

-Estoy a cargo de todo este instituto, es mi deber junto con el de la madre superiora de saber esas noticias. En general sobre cualquier acontecimiento que suceda mientras no estoy.

-¿Tú eres el dueño de la escuela?.- Pregunté sorprendida. Él levantó las cejas sorprendido. Estúpida Paulette, solo lo puedes llamarlo de "tú" en tus pensamientos.- Perdón. ¿Usted es el dueño de la escuela?.

-Está bien.- Rió un poco mientras me pasaba dos libros grandes de color negro. Los acomode en su lugar mientras lo escuchaba.- Me sorprende un poco que me llamen de "tú", aquí todos tienen la idea de que soy lo más cercano a...Dios, por lo que me guardan un respeto que llega a rayar a lo exagerado. No me molesta, al contrario, es agradable que una persona deje las formalidades de vez en cuando. Solo soy un ser humano.

-Es bueno saberlo, Gabriel.- El río mientras sacudía la cabeza. Su sonrisa era en verdad bastante bonita, una de las mejores sonrisas que había visto en mi vida. Que estúpida suenas Paulette, pensé.

-La escuela la fundo mi padre, y a pesar de que él obviamente no era sacerdote siempre estuvo comprometido con Dios. Quiso crear algo para honrarlo, por lo que una escuela que fuera fundada específicamente para venerarlo le pareció una buena idea. Yo la heredé cuando el murió. Sé que está tranquilo porque sabe perfectamente que mi vida está entregada a aquello que más amaba; a Dios y a este lugar. El colegio es una de mis más grandes prioridades.- Explicó.

Terminamos de acomodar el último estante que nos faltaba. Me tendió una mano mientras me ayudaba a bajar de la escalera. El contacto provocó un ligero hormigueo en mi palma, que se fue extendido a lo largo de mi cuerpo. Él trató de disimular que no había sentido nada, pero por su ceño fruncido y él ligero temblor de sus manos fue que me di cuenta que también lo sintió.

-¿Fue idea suya o fue porque tu quisiste?.- Pregunté después de un momento.

-¿El qué?.

-Ser sacerdote...el entregarle tu vida a Dios para siempre.

Silencio. Un profundo silencio que solo era acompañado por el golpeteo de las ramas en la ventana era lo único que se escuchaba en el lugar. Su duda más que desconcertarme, provocó un ligero cosquilleo por mi cuerpo. ¿Las mujeres le serían indiferentes?. Tal vez no había encontrado aún la indicada.Tal vez era uno de esos sacerdotes que en las noches frías de soledad se arrepienten de su decisión. De no tener a nadie que les caliente la cama nunca.

-Gracias por ayudarme Paulette, sin duda alguna fue entretenido haber pasado las últimas horas contigo.- Ignoró mi pregunta. Mi sonrisa se amplió más. Asintiendo fui hacia la mesa que descansaba al lado de él, tomé mi mochila y la colgué sobre mis hombros.

-¿Le gusto estar acomodando los estantes conmigo?.

-Por supuesto, eres interesante.

Acercándome lentamente hacia él le quité una pelusa imaginaria de su suéter color negro. Su respiración cambió a ser más agitada. Sus ojos comenzaron a tornarse más oscuros y un ligero temblor comenzó notarse en sus manos. Tal vez era un tic. Pobre, su lenguaje corporal gritaba que nunca había tenido una figura femenina tan cerca de él.

-Yo también lo disfrute mucho, más de lo que pensé que lo disfrutaría...más de lo que debería.- Murmure con un susurro. Sus ojos me miraron fijamente. Deseo. Fue lo que leí en ellos. Gabriel tan solo era un hombre con sotana y con un fuego escondido en lo más profundo de su ser. Podía ver esas llamas, podía ver esa lujuria reprimida en lo más profundo de su ser. Yo quería ver hasta qué punto él podía llegar.

-Paulette....- Su voz sonó en un ligero gemido, como si le doliera esta situación. Aún no, es muy pronto para todo lo que planeó junto a él.

-Hasta luego Padre.- Interrumpí dándole la espalda y marchándome de ahí con rapidez.-

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Llegó a la que era su habitación. Todo estaba en penumbras al igual que siempre que llegaba. Soledad. Eso era básicamente en lo que consistía su vida.

Aún podía oler su fragancia, tan hermosamente perfecta. Sus manos aún temblaban y su corazón aún latía fuertemente hasta el punto de que él mismo podía escucharlo con claridad.

Sus ojos, su hermoso cabello castaño largo y esa mirada que lo mataba. No podía sacarla de su mente, no desde que le llegó el informe que una nueva alumna llegaría a su institución. Vio el informe y todo le pareció común, solo una alumna más, pero de pronto una foto, una sola fotografía le bastó para que el interés floreciera. La perfecta forma de su rostro no abandonó desde ese momento su mente, ni siquiera en sueños podía dejar de verla una y otra vez.

Se sentía sucio, miserable y bastante mal. No era correcto tener esa clase de pensamientos. Ella tan solo era una niña, y él estaba rígido a la vida con Dios.

Pudo ver sus intenciones esa tarde, pudo ver en esa mirada picara el deseo y los posibles escenarios que ella imaginó, y lejos de molestarle le gustó. Porque la dejaría, sabía que la dejaría tomarlo y llevarlo a los abismos del deseo que guían la vida humana, aquello por lo que los humanos pecan. Su deseo, el deseo más impuro que jamás ha tenido.

Lujuria. Fue exactamente lo que sintió esa tarde. Y se asustó, porque sería tan fácil tirar todo lo que había construido por la borda por tan solo un deseo carnal que sentía en sus entrañas. ¿Siempre había sido así de débil?. La respuesta era un rotundo no. Jamás había dudado de su decisión de ser sacerdote, pero desde que vi su fotografía, y desde que la vio en persona, su firmeza flaqueo.

Se recostó en la cama después de un baño caliente. Sus huesos descansaron y en su mente se permitió soñar que su vida era de otra forma. No todo era tan complicado con respecto a ella y a él.

Los siete pecados. [Editado]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora