Parte 9

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Hasta luego, Miami, ya llegaron los refuerzos

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Hasta luego, Miami, ya llegaron los refuerzos. Me voy con la sensación de haber descubierto una gran ciudad. Pensé que solo había shoppings, hoteles haciendo sombra, gente empujando para comprar. Qué mal les hacen los prejuicios a las cosas desconocidas. La Miami que me imaginé no se parece ni en los carteles a la Miami que conocí. La recorrí casi toda gracias al scooter que nos estaba esperando en una cochera con el tanque lleno. Al ser solamente Laurance y yo, siempre levantaba la mano a la hora de ir a comprar algo. Volvía con diez metros de cabo y cincuenta fotos distintas. Si bien el scooter no tiene el glamour de una limosina, esta ciudad es ideal para conocerla sin ventanillas de por medio. También me dio la posibilidad de comprar un piloto automático para no andar timoneando tres días seguidos al volver al Shamrock.

La contra de haber llegado en barco es que nunca me enteré de que existía el Parque Nacional Everglades. De haber elegido el medio de transporte que utiliza la mayoría de los turistas que arriban a Miami, la azafata me habría informado que la hermosa mancha verde de 6.000 kilómetros cuadrados que se veía por la ventana correspondía al tercer parque nacional más grande de Estados Unidos. Así fue como a sus flamencos, manatíes, panteras, y sus temibles cocodrilos, solo los conocí vía Hollywood. Lo más reprochable es que me perdí de andar en hidrodeslizador, esas lanchas chatitas con una hélice enorme en la popa. Siempre tuve la fantasía de ir a fondo por los pantanos, esquivando anacondas y cocodrilos violentos. Tampoco le puedo echar la culpa a Tata. Ella es de Puerto Rico y vende perfumes en la planta baja de un mall. Cómo se iba a enterar de que existía semejante lugar. Pobre Tata. Todavía no sé si darte las gracias o pedirte perdón. La pasé tan bien que te hice mal. No aprendo más, esto de viajar de un lado a otro está buenísimo pero no incluye despedidas felices. Vos te quedaste haciendo puchero y yo me tuve que consolar con unas Crocs, esa sensación de tener a un chino haciéndote acupuntura en los pies mientras vas caminando. La vida del tripulante es alucinante, mágica, increíble, soñada, maravillosa, extraordinaria, la lista de adjetivos no se termina nunca. Solo hay que pagar la multa de no permitir enamorarse. Los tripulantes deberíamos ir por la vida con una remera que diga NO SOS VOS, SOY YO. Es mi barco que no es mío y tiene que zarpar hacia otro puerto. Creéme que si viviera en tierra firme, estaríamos boca arriba en alguna playa buscándoles formas a las nubes. Conformémonos con pasarla bien los días que estemos juntos. El amor para toda la vida dejémoselos a los pingüinos. Nosotros riámonos de la ligustrina con forma de mujer cargando bolsas de compras en la mitad de un boulevard. Apostemos si se trata de una señora a la que dejó plantada el marido porque se fue de shopping. Ahí va, Tata. Dejame disfrutar de esta ciudad al lado tuyo, sin pensar que en una semana voy a estar rodeado de agua salada. Salgamos indignados del Museo de los Niños. Qué lugar más raro, Tata. Hay un supermercado, un banco, un consultorio odontológico. Todo en versión infantil, para que los chicos aprendan jugando lo mal que lo van a pasar de grandes. Qué necesidad de contaminarles su mundo de fantasía con responsabilidades futuras. Tienen décadas por delante para sentarse en una oficina. Nos esforzamos para entrar creyendo que íbamos a cazar monstruos a través de una galaxia. Les demostramos a los de la boletería que al chico que todos llevamos dentro, nosotros también lo llevamos por fuera. Insistimos. Somos rechazados por usar barba y corpiño. El cartel es contundente. Para ingresar es obligatorio estar acompañado de, al menos, un niño. Mi ansiedad no me deja esperar a ver lo que hay adentro. La fachada tiene forma de sombrero de hechicero. ¿Qué niño no quisiera entrar a un lugar así?

Dame más, Miami. Llevame de la mano por estas veredas donde faltan los edificios y sobran las santerías repletas de velas para rezarle a San La Muerte. Coches antiguos circulando fuera de época. Letreros por todos lados escritos en español, en un barrio donde se habla cualquier cosa menos inglés. Un paseo de la fama con estrellas en el suelo en honor a Celia Cruz o Gloria Stefan. Olores, música, Martas y Raúles que vinieron de un país donde también flamea una bandera azul, colorada y blanca. A rayas, pero con una sola estrella. Son los miles de cubanos que escaparon de una revolución que no era suya. Se asentaron a partir de 1960, renunciando a su isla, pero nunca a sus raíces. La única palabra oriunda de la tierra que los acogió fue a parar al nombre de su nuevo hogar. Bienvenidos a Little Havana. El marketing turístico experto en rellenar mapas, rápidamente fundó otras siete little ciudades a lo largo de Miami. Algunas con más pertenencia, otras con apenas un par de recetas autóctonas. La auténtica y original nunca se movió de la Calle Ocho.

Mi último día de vacaciones se me escurre entre las burbujas de un jacuzzi. Debería darme vergüenza hablar de vacaciones delante de ingenieros y gerentes. La mayor parte de mi trabajo consiste en navegar un velero de lujo en paisajes paradisíacos. Siempre corales, palmeras, mares celestes, verdes y turquesas. Nunca reuniones, embotellamientos, ni casual fridays. Para escapar de la rutina, lo más justo sería que pasara mis días en algún motel de ruta con pileta semi vacía. Qué culpa tengo yo de que el dueño de Aphrodite también sea propietario de un piso en un condominio a todo trapo en la mejor parte de South Beach. Sí me hago cargo de habérselo pedido para ir a descansar sin ponerme colorado. Ni siquiera cumplí con mi palabra, porque volví engripado de tanto jacuzzi. No estoy acostumbrado a vivir la vida de los ricos. Le saco fotos a mis pies disfrutando de reposeras, hamacas, piletas y camas king size, porque en cuanto haga una selfie me explota la cara de alegría.

Fuera de la zona de confort me muevo como si estuviera en un pueblo y no en una ciudad de 450.000 habitantes. Aquí los accidentes y las multas no deben ser frecuentes. El secreto está en la inmensa cantidad de patrulleros estacionados a los costados de las calles. Policías, ninguno; ni adentro, ni afuera. Es que no hacen falta. Con una estrategia magnífica, el Miami Police Department se dio cuenta de que cuando la gente los ve, instintivamente baja la velocidad, se descarta los vicios y pone los guiños. Si hasta yo miraba por el espejo retrovisor con tal de aparentar prudencia. Sé que suena ridículo, por eso me parece brillante. ¿Quién va a pensar que los patrulleros están abandonados? A lo sumo los moverán cada tanto para que no parezca que se quedaron sin nafta. A la salida del Dolphin Mall, me tomé el trabajo de comprobar mi teoría. Efectivamente, estaba vacío. Aguardé unos minutos para ver si se acercaba un oficial con una pizza, un café, el regalo para una amante. Tanta confianza se tienen que hasta los deben dejar con las llaves puestas. Cómo no van a ser la potencia mundial con esta mentalidad. Es impresionante. Estacioné la moto a unos metros y me acerqué caminando con cara de Qué barato está todo. Pasar desapercibido era fundamental. Estamos hablando de Estados Unidos y de un argentino merodeando un patrullero. Si además se avivan de que descubrí la maniobra, iba derecho a Guantánamo.

El mall tiene el tamaño de un municipio mediano. Lamento que no me dejen usar el scooter adentro, ni haber nacido maratonista africano. Llevo tres horas recorriéndolo y no miro los carteles de USTED ESTÁ AQUÍ para no humillarme. De los sesenta días que paramos en Miami, tengo planeado dedicarle solo uno a meterme en un shopping. Si después de trescientas vidrieras no encuentro algo, es porque no existe o no lo necesito. Para qué quiero una remera de Ocean Pacific si me puedo quedar en el balcón mirando el Ocean Atlantic. Este condominio tiene de todo. Hasta cable. No sé cómo se usa. Quiero ver una película, aprieto y aparece otra. Tengo miedo de estar contratando algún paquete Premium. No creo que tengan problemas con el recargo, pero igual no corresponde. Encima que me lo prestan. Recién empiezan las vacaciones. Me puedo dar el lujo de quedarme en cama aprendiendo a manejar una tele. Mentira. No quiero salir para no cruzarme con la gente de recepción. Deben creer que soy un okupa. Yo también les doy motivos. A la mañana, cuando llegué, le di tres vueltas a la rotonda porque me daba vergüenza de que el valet parking me estacionara la motito. La culpa no es mía, recepcionistas. Yo nunca fui billonario.    

Vacaciones pagas

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