Sonrisa de acero

En başından başla
                                    

Capítulo VIII (primera parte): Sonrisa de acero.

Kageyama podría atestiguar muchas cosas sobre lo que pasó después de la borrachera (exactamente, todas menos una, lo que ocurrió mientras estaba borracho).

Primero, que es inmune a la resaca, el alcohol sólo lo deja con un hambre atroz y una sed de camello por lo que no tiene la necesidad de recurrir al uso de drogas más duras que el Ibuprofeno. Segundo, que ahora tiene un gato lamiéndole los dedos de los pies las veinticuatro horas de los siete días de la semana y le parece adorable (él, pensando que algo es adorable y mono y cuqui. Que tiemble la Tierra porque esto es el fin del mundo). Kageyama flipa muy mucho cada vez que se lo encuentra escondido entre sus sábanas por las mañanas haciendo ese sonido que le recuerda al ruido de una moto antes de arrancar, pero más suave, más cálido. Es un felino listo y quejica –se pasa todo el día pidiendo entre maullidos agudos para la comida, gorgoritos para mimos y rugidos para "quiero salir a la terraza a la arena, dame privacidad"–  que no tarda en saltar a la encimera desde el instante en el que saca jamón de la nevera. Él no puede evitar darle un poquito si lo mira así, todo hecho pupilas negras, relamiéndose la punta de la nariz rosa, siempre fría y húmeda. Tercero, también podría hablar de esas dos semanas y media de calma antes de la tempestad que le esperan cuando empiecen los exámenes, puede notar la presión estomacal ascender hacia el pecho y la lava abrirse paso en el interior de su pecho como si fuera un volcán antes de entrar en erupción. Y cuarto, que su equipo había ganado el primer partido de temporada con una diferencia de un set, ni más ni menos.

Sin embargo, todos esos acontecimientos pasan de largo igual que en las películas de Charles Chaplin: mudas, en blanco y negro, música de fondo y títulos entre capítulo y capítulo.

Lo que sucede es lo contrario a lo que ha visto en las series de comedia romántica que suele poner su madre los viernes a las nueve de la noche en el canal FujiTV. En las cuales el amor surge de malas hierbas, con sólo un chasquido de dedos, y se va tan rápido como llega, arrancándolas de raíz. No, en el caso de ellos bailan a un ritmo diferente y a Kageyama –quien no tiene ni idea del protocolo que se debe llevar una vez ambos saben que se gustan. Y si espera que Hinata conozca alguna directriz, éste tampoco mueve ficha en el tablero– le gusta cómo avanzan a lo largo de la pista sin pisarse los pies, pero probando pasos nuevos.

Tontean a todas horas, desde el desayuno hasta la cena regando los huecos por incontables mensajes esporádicos –porque sí, al parecer ahora siente la imperiosa necesidad de llevar el móvil encima o sino le pica las palmas de las manos– entre clase y clase. Y, de verdad, que Kageyama quiere parar un poco el ritmo de su corazón, darle al pause y respirar hondo. No rehuir el careto del retrovisor en el coche de Yuu cuando va de copiloto por las mañanas porque Hinata le ha enviado una de sus imágenes plagada de su sonrisa y sus mejillas demasiado redondas y su pelo hecho un nido de pájaros. Prefiere ahorrarse la humillación de verse así, en la luna de Valencia.

Realmente espera que se desinfle el asunto igual de rápido que las colchonetas en las fiestas; que deje de emocionarse más que un crío en medio de un festín de regalos el día de su cumpleaños. 

El problema aterriza cuando mira hacia las gradas en el segundo set y aprecia una corona de pelos llameante dividiendo al público en dos: Hinata y el resto del universo.

La reacción que prorrumpe en su organismo es degradante, Arata no tarda en compararlo con una bestia sedada. Alias El Efecto Hinata cuyas secuelas son dejarlo dócil y amaestrado. Para cuando termina el partido el miércoles por la tarde noche, Kageyama permite que lo abrace ante la multitud –prácticamente Hinata salta desde las gradas y manda a tomar por culo las advertencias del árbitro esquivando los bancos y la mesa de bebidas isotónicas y las toallas amontonadas–, deja que lo empuje fuera del saludo colectivo para decirle lo increíble que es, lo bien que ha jugado y que si los ojeadores de La Selección Japonesa no han visto lo que él lleva viendo desde que se conocen no pasa nada porque sigue creyendo que en algún momento todo el mundo abrirá los ojos y observarán lo que se han perdido toda la vida. Consiente que lo guíe de la mano de nuevo hacia su propio equipo mientras se dicen cosas como "pensé que no vendrías" y "te dije que no me perdería ningún partido, es una pena que me vaya tan pronto" y "nos veremos en dos días, memo" y "quiero verte ahora".

Chicle de NaranjaHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin