Prólogo

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Me aferré con fuerza a las asas de mi mochila mientras observaba a los dos chicos que hablaban con entusiasmo a tan solo unos metros de distancia. Lo cierto era que llevaba viéndolos, no, más bien viéndolo, desde que habían subido al autobús. Tan radiante, tan elegante... ¿cómo no llamar la atención?
   Su media melena azabache caía rebelde sobre su frente y ojos, ojos de un cálido marrón que me hacían creer estar en un bosque, con los pájaros cantando a nuestro alrededor y la miel impregnada en los troncos de los más imponentes pinos. Tranquilizadores, armoniosos y dulces. Por no hablar de su inquebrantable sonrisa y sus blanquecinos dientes que me obligaban a repetirme mentalmente que la perfección no existe. Su risa era un tintineo entre lo deleitoso y lo estrepitoso; entre lo pacífico y lo vivaz.
   Me pregunté si se habría dado cuenta de que había estado mirándole fijamente durante unos cuatro minutos. Habría apartado la mirada si hubiera sabido que iba a poder complacerme con sus rasgos durante toda la vida, pero mi parada se acercaba, y prefería parecer un fisgón a no poder recordar tan maravillo rostro jamás. Porque lo más seguro era que esa fuera la típica escena en que ves a alguien que te deslumbra y luego desaparece de tu vida para siempre. Y eso me hizo pensar que tal vez debía de hacer algo para evitar que tan solo se tratara de un efímero vistazo.

   El autobús frenó con brusquedad en un semáforo y yo me golpeé en la frente contra una de las barras de sujeción. Me quejé en silencio mientras frotaba la zona dolorida y me reprendí por no haberme agarrado a algo con antelación.
   El chico volvió a reír por algo que había dicho su amigo y, al hacerlo, su garganta se movió con suavidad. Tragué saliva. Debía dejar de distraerme con esos pequeños detalles. Hacerlo habría sido lo más coherente.

   Caminé de manera instintiva y con lentitud hacia la puerta después de haber pulsado el botón para solicitar la parada. Ellos estaban justo al lado; él estaba ahí. Me agarré una a una a las barras para no caerme, mientras mis pies me hacían balancearme de un lado a otro a causa del movimiento del autobús. Una anciana giró la cabeza en mi dirección y se quejó cuando mi pie pisó el suyo. Me disculpé en un susurro.

   Solo un metro de distancia, tal vez menos.

   Sus ojos se desviaron por unas milésimas de segundo y se posaron entonces sobre los míos, que seguían sin apartar la mirada de él. Comencé a sentir el calor subir a mis mejillas e imaginé que se me habían teñido de un color rojizo. Fue ese el momento en que decidí cometer la mayor estupidez de toda mi vida.

   Mis movimientos fueron tan rápidos que no le di tiempo a reaccionar. Mis labios ya habían sellado un delicado beso sobre los suyos.
   Habría jurado que todos en el autobús nos estaban mirando, o tal vez se debiera a la vergüenza que estaba sintiendo en aquel momento. Sus labios no reaccionaron, aunque es cierto que nadie en su sano juicio lo habría hecho.
   Por fortuna, me separé justo en el momento oportuno, pues el autobús ya se había parado y las puertas se habían abierto para ofrecerme una salida a esa necedad. Huir no es de cobardes; o eso era lo que me decía siempre mi padre.

   Las probabilidades de que lo volviera a ver eran escasas, por lo que no me preocupé en exceso por la posible repercusión que pudiera tener el haber llevado a cabo tal imprudencia.

   Las probabilidades de que lo volviera a ver eran escasas, por lo que no me preocupé en exceso por la posible repercusión que pudiera tener el haber llevado a cabo tal imprudencia

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Simon diceWhere stories live. Discover now