7. La caída de la fe Prt.2

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El guardián del hielo regresaba por primera vez y estaba conmocionado. Lennan esperaba que la gente le siguiera viendo como un aldeano más, pero era la propia aldea quien había cambiado, como muchas otras cosas. Pero, a fin de cuentas, estaba en casa con su única familia y allí la sensación de que el tiempo se había detenido lo invadía poco a poco. La manera en que el crepúsculo entraba por la ventana, la luz en los escasos muebles, la distribución de las sombras, de los cacharros por las paredes y alacenas, su cama en el rincón, la quietud pacífica que producía... Todo esto que para Lennan era un mapa palpitante, una armonía, todo, le hacía pensar que nunca se había marchado, o, al menos, que cada objeto había estado esperando su vuelta.

Y allí estaba su madre, la persona que más quería desde siempre, de pie junto al fuego. Preparaba uno de aquellos caldos que solía darle cuando hacía frío. El olor de la lumbre y la sopa retrotraían a Lennan a los tiempos en que su madre le hablaba sobre la magia y lo raro que era el mundo. Ella sonreía de una forma tan bonita, dulce y añorada que el guardián del hielo se sentía otra vez nadie, un niño vulnerable y desvalido. Aunque Dulia estaba muy feliz por tener allí a su hijo, su cara reflejaba un aire de tristeza. Hacía ya unos meses que no se sentía bien del todo, pero no quiso decir nada; aquella tarde era de los dos, de una madre y su hijo, y quería aprovecharla al máximo. Llena de pasado, escuchaba las palabras cargadas de porvenir de su hijo, y no se atrevía a estropearse a sí misma aquel instante. De vez en cuando, se miraban sonriendo y se decían con los ojos: «Te he echado de menos». Luego escuchaban atentos lo que tantas veces se habían escrito por carta como si fuera la primera vez que se lo contasen.

Cuando la mesa estaba puesta, apareció Dreid. Traía un asado especial en una gran cazuela para celebrar el nombramiento de Lennan como guardián, ya que Dulia no había podido disfrutar de la primera celebración en la taberna.

Lo he cocinado yo solito en unos hornos que hay cerca de la plaza. Qué gentío, y, ¡vaya!, me alegra ver algunos conocidos por el pueblo.

¿Te refieres al asador de Blano, el rubio?

Si lo del rubio se dice del dueño, entonces será el mismo. Al principio se mostraba receloso de que alguien usase sus propios fogones, porque sabréis que funciona solo por encargos. Pero en cuanto le dije que era el cocinero del Palacio de Cristal, que pagaría por fuego y tiempo no hubo más inconvenientes. El caso es que el tipo merodeó tanto mientras yo preparaba todo que no tuve más remedio, al acabar, que ofrecerle un plato.

¿Y qué le pareció? preguntó Dulia.

La verdad es que, en un principio, no dijo nada replicó Dreid entre dientes. Pero el buen hombre tuvo la idea, mientras se hacía el guiso, de sacar una botella de vino, y acabó confesándome que estaba harto de la comida de su mujer. Yo pensé en...

Deja ya de contar historias, ¿qué nos has preparado? interrumpió Lennan frotándose las manos. Esa cazuela despide un olor maravilloso.

Algo verdaderamente especial: faisán con salsa de vino, cerezas y miel roja. Hasta he cazado el faisán yo mismo. ¡Así que no vuelvas a decirme que solo sé preparar filetes de huerta!

Delicioso concluyeron Dulia y su hijo al unísono. Se miraron los tres y en un momento estaban sentados a la mesa.

HEREDEROS DE LA LUZWo Geschichten leben. Entdecke jetzt