3.- La cerradura.

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En vida, Bruce Wayne había sido un hombre de gustos complicados, era difícil satisfacer sus exigencias, Damian lo sabía mejor que nadie.

La cava de la familia Wayne era antigua, había sido un tesoro personal para su abuelo Thomas Wayne y después, su padre, Bruce Wayne, se había dedicado a hacer crecer la colección de vinos que mandaba a traer desde lejanos rincones del mundo. La construcción subterránea tenía su entrada cerca de las cocinas, para que los criados pudieran accesar a ella con facilidad en las antiguas y esplendidas noches de bailes en la gran mansión.

La llama de la lámpara de aceite se mantenía protegida de la lluvia por un cristal delgado, pero, a pesar de ello, el viento lograba colarse por los orificios de respiración para el fuego y hacía la luz menguar. El ulular de un búho llamó la atención del capitán que no podía ver demasiado entre la lluvia y la oscuridad, el ave era enorme, blanca, y estaba parada sobre el techo bajo de la cava, no parecía molesta por la lluvia y a Damian no le importaba su presencia, corrió hasta alcanzar la puerta y buscó entre el manojo de llaves de hierro hasta encontrar la adecuada para entrar.

Lo golpeó un aroma fuerte a humedad, la luz que llevaba amenazó con extinguirse pero al final se mantuvo y la usó para alumbrar el camino. Directamente desde la puerta de entrada, había una serie de escalones en descenso, conforme más bajaba, más se enfriaba el aire, la cava debía tener una temperatura de diez o trece grados, ahí debajo, la oscuridad era absoluta y solo retrocedía ante la tenue luz de su lámpara, buscó en los alrededor hasta encontrar un candelabro de mano con cuatro velas medio consumidas, con cuidado retiró una de la base de cobre, la encendió con la llama de su lámpara y la usó para prender el resto. Con aquellas dos fuentes de iluminación, el lugar cobraba algo más de claridad.

Sus pasos resonaban mientras recorría los pasillos llenos de botellas de vino que reposaban acostadas en sus espacios de madera. En el pasado algunos esclavos dormían en la cava con el único propósito de girar las botellas cada determinado tiempo para mantener la buena cosecha del sabor, por tal motivo, al fondo del lugar se podía apreciar un catre abandonado y una mesa en compañía de una solitaria silla.

Nunca había sido un bebedor empedernido, pero en muchas ocasiones era más seguro beber vino que arriesgarse con el agua insalubre de algún pozo y en aquella noche, en especial, tenía ganas de emborracharse. Quizá eso lo ayudaría a ahuyentar el fantasma de su padre.

Pasó algunos minutos leyendo etiquetas con ayuda de las velas. Vinos rojos, blancos y ambarinos esperaban por ser descorchados, en aquel momento no lograba recordar cuál era su favorito. En el ejército solía contentarse con cerveza amarga. El destelló azul de una botella llamó su atención, la etiqueta era de color plata y la tinta negra de las letras resultaba ilegible, además, todas las botellas descansaban con la boca hacia adentro y el fondo al frente, pero aquella en especial, tenía la postura invertida, la tomó por el cuello y al jalarla para sacarla de su lugar, una serie de sonidos inundaron la cava.

El arrastre de una placa de piedra sobre otra, disparó el sentido de alarma dentro de Damian, el mueble de donde había sacado la botella se deslizó por sí mismo hacía atrás de forma lenta, levantando polvo, en algún lugar detrás de las paredes o debajo del piso, grandes engranes se pusieron en marcha para activar un mecanismo metálico que chirriaba como el lento bostezo de un gigante que despierta tras una siesta milenaria. 

— ¡¿Qué demonios?!

Con el cuerpo en tensión a causa del repentino estado de alerta, esperó hasta que aquel mueble se replegó por completo, luego, miró hacia abajo:

En el espacio que había quedado desocupado, se adivinaba una portezuela, grande y alargada, resaltaba en ella un símbolo azul, del mismo color que la botella, dos argollas de hierro bruto estaban incrustadas en la portezuela con la intención de servir para levantarla. Damian rodeó el descubrimiento, se arrodilló cerca de las argollas y dejando el candelabro en el suelo, tomó ambas piezas de hierro y haló de ellas, los goznes chirriaron, estaban oxidados y fue necesario usar más fuerza para abrir por completo aquella puerta en el suelo. Cuando alumbró lo que había ahí, su respiración se tornó superficial y sus pupilas se dilataron ante el asombro. Estaba estupefacto.

Un lienzo de algodón fungía a modo de mortaja sobre un cuerpo que descansaba en aquel espacio de madera, era como si alguien hubiera construido una caja subterránea y hubiera metido ahí aquel cadáver... ¿era su padre un asesino? Damián jadeó, el lienzo de algodón no abrazaba el cuerpo, sino que, lo cubría de forma suave como quién pone un trozo de tela para cubrir una obra de arte o un espejo. Con manos temblorosas pero lleno de determinación, descorrió el lienzo, dispuesto a encontrarse de frente con la cara putrefacta de la muerte.

El cuerpo tenía el cabello negro, era un muchacho pálido, y estaba tan perfectamente conservado, que parecía dormido. Sus largas pestañas arrojaban una romántica sombra sobre sus pómulos yertos y sin color, pero su boca guardaba el matiz rosado del capullo de una flor. El capitán resopló intentando que el aire que respiraba llenará sus pulmones que parecían negarse a trabajar.

Ese muchacho no podía llevar demasiado tiempo muerto, era más o menos de su edad, veintitrés años, quizá menos, quizá más.

Cuando el lienzo de algodón fue retirado por completo, se alzó una pequeña capa de polvo, Damian tosió y tomó el candelabro para acercarlo más y retirar las sombras que aún le ocultaban los detalles del cadáver.

La lámpara se le escurrió de las manos ante el asombro que creció en él por lo que veía. El cuerpo tenía el pecho y los brazos desnudos y ahí, entre los pectorales lisos y sin vello, incrustada en la piel, relucía de forma diabólica, una pequeña y artesanal cerradura de plata.

Damian se puso en pie, presa de una confusión terrible, vagó de forma errática mirando alrededor, sintiéndose acechado entre las sombras de la cava, el aire se enrareció, la boca se le había secado.

¿Acaso se había vuelto loco?, ¿Lo que estaba viendo era real?

Tembloroso, volvió a echar la tela sobre el cuerpo, cerró la portezuela con un azote, buscó a gatas la botella azul y al devolverla a su sitio se reanudó el mecanismo que ocultó de nuevo aquella tumba clandestina.

Cuando salió de la cava, estaba atribulado y perdido, sentía el sonido de la lluvia dentro de su cabeza, el aullido del viento, el ulular del búho blanco que remontó un vuelo violento cuando él corrió de vuelta a la mansión. Se mente febril lo sumergió en un estado de delirio. Imaginaba a su padre ocultando el cuerpo de aquel muchacho, después de haberlo apuñalado o estrangulado.

A tropiezos, llegó hasta la cocina, rompió la boca de una botella de vino tinto contra la orilla de la mesa y bebió directamente de los cristales afilados. Bebió sin pausas, apurado, el vino rojo le escurrió por el cuello hasta el pecho y le manchó la camisa como si fuera sangre fría.

Aquel torbellino de locura lo arrastró hasta la inconsciencia. 

La corda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora