Capítulo 5: Amanecer en un ataúd

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Estaba tan nerviosa que tuvimos que regresar al interior de la casa

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Estaba tan nerviosa que tuvimos que regresar al interior de la casa. Caín me ofreció una manta, y me cubrió los hombros con ella. Puso una copa de vino entre mis manos. El alcohol me ayudó a entrar en calor, aunque ese no fue el único efecto que produjo en mí. Advertí que estaba sentada en el diván del salón, aquel asiento que la descarada de Bibi utilizó para imaginar unas perversas fantasías.

—Estimada Josephine —dijo con un acento francés más notorio—, me parece que estás... ruborizada.

—No acostumbro a beber alcohol —excusé.

—Brindemos, entonces. Aunque disculpa mi copa vacía.

—A estas horas de la noche, ¿no deberías haber encontrado a alguien que llenara esa copa?

Caín me observó. Aposté a que pensó cuál podría ser la mejor vena de mi muñeca o mi cuello que pudiera llenar esa copa.

—Brindemos por tu padre, el señor Brett Hatrice. —Él cambió de tema, e ignoró mi pregunta. Llevó el borde de su copa vacía hasta sus pronunciados labios.

—O más conocido para ti como el Maestro Rojo —respondí cuando bebí un sorbo.

—En efecto...

—¿Mi padre llegó a hablarte de ?

—Por esa misma razón estamos aquí —mencionó de forma ruda—. Tras la huida de la pequeña Claudine, volví a acudir a él. Quería librarme de esta maldición. Sentía que mi existencia no serviría de nada sin un propósito. Mi familia estaba condenada... al igual que yo. Pero él me habló de ti entonces. Te convirtió en mi propósito.

Él hizo una pequeña pausa, y sacó una pequeña llave de un bolsillo interno de su chaqueta. Fue hacia un cofrecito de escasas dimensiones, situado en su escritorio. Utilizó esa llave para abrir la tapa. Descubrió un sobre cerrado en su interior. El sello de lacre rojo con el inconfundible blasón que usaba mi padre estaba intacto. Tenía sus iniciales adornadas con unas filigranas a cada lado.

—No sé si, hasta este punto, creerás lo que te digo. Pero el señor Hatrice insistió para que guardara esto y te lo entregara llegado el momento.

Cuando abrí el sobre, reparé en que había algo voluminoso en su interior. Era una trenza cortada de la que fue mi muñeca preferida cuando era niña. Mi padre la encargó en una famosa juguetería del centro de la ciudad. Nunca olvidaré su carita de porcelana blanca con dos redondeles en las mejillas, y su cabello moreno y suave que yo trenzaba. Papá decía que se parecía a mí, y le entregué ese trozo de su trenza para que siempre me llevara con él. Se lo di el último día que le vi. Desapareció para no regresar, y mi tía y yo le dimos por muerto. Un funeral conmemorativo con un ataúd vacío. Pasaron dieciocho años desde aquel acontecimiento que marcó mi vida. Solo era una niña de seis años, pero recuerdo cada detalle con la lucidez de haberlo visto hace un instante.

La visitanteWhere stories live. Discover now