Prólogo: El hogar inhabitado

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Cuando la noche cubría el barrio de Chelsea, la calle recibía centenas de ricachones y elegantes damas que tenían su residencia en las mansiones de la zona más acomodada de Londres

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Cuando la noche cubría el barrio de Chelsea, la calle recibía centenas de ricachones y elegantes damas que tenían su residencia en las mansiones de la zona más acomodada de Londres. Justo a las doce en punto, también salía otro hombre que muchas familias respetables apodaron como el «forastero». El tono desagradable con el que decían esa palabra ya podía tomarse como un insulto. Ese recién llegado tenía una de las casas más deseadas por todos los vecinos que no disponían de la renta suficiente para permitírsela.

Muchos caminaban mientras observaban la fachada blanca de la mansión, el tejado gris y los altos muros de piedra con verjas puntiagudas. La atmósfera macabra que rodeaba aquella casa señalaba que permanecer fuera era la mejor opción, pero a la vez, transmitía un claro sentimiento de curiosidad. ¿Cómo viviría el señor más adinerado del vecindario? Parecía un entorno hostil y poco cuidado. Muchos vecinos pensaban que era un desperdicio de terreno para un hombre solo.

La casa sumaba veinte habitaciones al menos, la mayoría vacía y cerrada bajo llave. El escaso mobiliario estaba cubierto con telas raídas. El único espacio decorado sin reparo en gastos era el salón, por si se daba el caso de que recibiera una breve visita. No faltaba el piano de cola, las paredes con remates de oro y una enorme lámpara de araña llena de pequeñas lágrimas de cristal. Tan solo unos pocos afortunados, entre los que me incluyo, vieron el interior de aquel hogar fantasma. Algunos decían que el privilegio se resumía a ver la suntuosa entrada, sentarse unos minutos en el salón y tomar una taza de té con la sirvienta. Si el anfitrión se presentaba, solo permanecía lo suficiente para saludar por cortesía.

Nadie excepto yo estuvo allí durante los momentos precisos para ver que la cocina estaba casi sin estrenar, que no había espejos en ningún rincón, o que la casa estaba cerrada a cal y canto durante el día. No había camas para descansar ni un crucifijo en la pared al que rezar antes de dormir.

En realidad, allí dentro no vivía nadie. El dueño no era una persona, aunque antaño quizá lo fuera.

 El dueño no era una persona, aunque antaño quizá lo fuera

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La visitanteWhere stories live. Discover now