Capítulo trigésimo primero.

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No tengo miedo a morir,
tengo miedo del mañana.
Tengo miedo de verte zarpar
sabiendo que no volverás jamás.

Helena en "Troya".


Capítulo Trigésimo primero: Dos ruedas y un agujero en el alma.

14 de Octubre de 2010.

Mya:

Estiró su brazo derecho sobre el colchón en busca de Alexander, pero por mucho que lo movió de arriba abajo no encontró nada más que sábanas vacías.

Se incorporó con un gemido, mirando a su alrededor.

- ¿Alex?

Al no obtener respuesta alguna, se levantó y fue hacia el baño, pero antes de llegar un montón de ropa a los pies de la cama llamó su atención.

"Espero haber acertado con la talla. A." decía una nota junto a las prendas.

¿Había ido a comprarle ropa?

Estaba claro que sí, puesto que ya no podía usar los túneles para llegar a su casa arrasada y aún colgaban las etiquetas con el precio borrado.

Se apresuró a darse una rápida ducha y vestirse con los vaqueros y la camiseta blanca que él había elegido, se calzó unas deportivas que también parecían ser nuevas, y bajó a la primera planta para buscarle.

Pero fue a Peter a quien encontró, yendo de un lado a otro de la casa con esa pose tan profesional.

- Buenos días, Excelencia.

- Buenos días, Peter- contestó con una sonrisa-, ¿sabes dónde está Alexander?

- Creo que en el gimnasio, Señorita Sutherland, sígame, le diré dónde está.

Fue casi a la carrera tras el veloz mayordomo, pasando de largo la biblioteca y un par de puertas más que desconocía antes de que frenase frente al último umbral del pasillo. Después, agradeció las señas a Peter y entró sin llamar.

La enorme habitación estaba más equipada que los últimos gimnasios a los que había asistido, había al menos treinta máquinas distintas e ignoraba la utilidad de la mitad de ellas, aunque parecían de última generación.

Recorrió con una mirada toda la sala y entonces lo vio. Tuvo que morderse los labios para no jadear.

Ajeno a su presencia, se encontraba a pocos pasos de ella, haciendo flexiones metódicamente sobre el suelo y murmurando algo demasiado bajo para que pudiera escucharlo. Sólo llevaba unos pantalones de deporte anchos, por encima de las rodillas, y unas llamativas deportivas de aspecto espacial.

Permaneció unos minutos ahí, estática como una piedra, mientras no perdía ojo de cómo sus precisos músculos se contraían y estiraban en cada repetición; hasta que sintió cómo se mareaba y tuvo que acordarse de respirar de nuevo.

Se acercó a él, recordándose que debía mantener la compostura por muy impresionada que estuviera.

Alexander no se percató de que estaba allí hasta que se colocó a su lado, sentándose sobre el suelo para poder ver más de cerca sus ejercicios. Giró el rostro hacia ella en mitad de la bajada y sonrió. Su corazón se saltó un par de latidos.

- Hola, preciosa.

¿Cómo podía ser tan atractivo?

Le observó en silencio sentarse y pasar una toalla por su rostro sudoroso antes de inclinarse sobre ella. Se acercó a él como si su gravedad la guiara, buscando sus labios con una dulzura que pocas veces se había visto en sus besos.

Sábanas rojas, Sangre azul © FINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora