Por Tercera Vez, Herida.

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Se levantó de donde estaba y tomó rumbo a la tienda de Simona, la que hasta hace unos minutos era su amiga de toda la vida.

La señora tenía un puesto de pescado y verduras, uno de los dos que tenía el pueblo. Pese a ser el más chico, siempre traía el mejor pescado y todos lo sabían, sobre todo Majo, que siempre se aprovechaba de su amistad para que la vendedora le separe la mejor carne. Ese era el secreto de oro del ama de casa.

La mañana de ese domingo no fue la excepción. El hijo de Simona tocó la puerta de María a las 6:00 am con una bolsa verde que ella recibió confiada; pero no se preocupó por revisar la calidad y el estado del pedido. La embaucaron. ¿Qué pensaría la tendera? ¿Qué nadie se daría cuenta? Seguro la lluvia del día anterior le impidió salir o le dio flojera, y para salvar el compromiso le dio a su «amiga» lo que tenía guardado.

Pensar en la traición hizo que la furia de Majo incrementara. En cada pisada que daba descargaba la ira que aparecía cuando repasaba la mentira en su cabeza. Apretaba las hazas de la fuente con tanta presión, que si estas hubieran sido de vidrio, se hubieran quebrado en un instante.

Algunos de sus vecinos la veían caminar en ese estado, pero nadie la detuvo; si algo sabían bien era que nadie debía interponerse cuando la señora Quiñones estaba molesta.

Tras unos minutos de recorrido llegó al puesto «El encanto del mar». Era una casa muy pequeña, la pared del frente era de adobe y el peso del techo empezaba a inclinarla hacia adelante.

Apenas cruzó el umbral de la puerta, Simona la recibió con una sonrisa en la cara, sucia por la sangre y el sudor.

—Hola, comadre ¿Cómo estás? ¿Qué tal te salió el ceviche? ¿Qué, nos vienes a invitar? —dijo, y soltó una risotada.

En el interior del lugar había dos mujeres más, que evaluaban el estado del jurel y las caballas.

La morena dejó la fuente en un banco de plástico que estaba en una esquina. Respiraba a grandes lapsos para tratar de calmarse, pero no lo consiguió.

—¿En serio me preguntas eso? ¿De verdad? Hay que ser bien conchuda para preguntarme eso —Respondió esta, que soltó toda la frustración contenida de esa mañana.

—Ey, ¿qué tienes? —Simona la miraba incrédula, mientras las dos compradoras detuvieron su inspección para enterarme del chisme.

—Como que qué tengo, socojuda. Me diste pescado malo y me jodiste la comida.

La dueña de la tienda se sobresaltó, pero no le siguió el juego. Ya otras veces vio como la negra explotaba, y sabía que lo mejor sería mantener la compostura.

—Oye, chola, cálmate, yo te mandé el cabrillón como todas las veces, Miguel te lo ha llevado hasta la puerta de tu casa. —El niño justo salía de un pasadizo que daba al interior— Mijo, ¿Tú le llevaste la carne, verda'?

—Sí, ma'. En una bolsa verde, como me lo diste.

—¿No se te habrá caído en el camino por andar jugando en el celular?

—No, ma, nada que ver. Con todos los charcos que hay, ni que fuera tan cojudo como para no ver por dónde voy.

Majo bajó la guardia un poco. Quizá existía una poquísima posibilidad de que la mujer a la que gritaba no tuviera nada que ver.

—Seguro que me diste pescado guardado, tremenda flojonaza de mierda, no te levantaste para ir a la terminal.

La señora trataba de controlarse, pero cada vez le costaba más.

—Comadre, —le dijo en tono conciliador— yo no te he jugado chueco, si hasta el marido de la Sole me llevó en su moto para hacer las compras.

Unas de las presentes, que no despegaban sus oídos de la discusión, asintió.

—Así es, —dijo— el Jaime se levantó desde tempranito para llevar a la Simona, regresó como a eso de las seis.

Ahora sí, todo estaba perdido. Una vez más, la mujer se quedó sin palabras, y por tercera vez salió de una casa con una fuente de ceviche en las manos, herida.

Ají, limón y salWhere stories live. Discover now