Cuando las Titánides Charlan

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Las calles de Marcavelica aún permanecían mojadas por la intensa lluvia que cayó el día anterior. La temporada húmeda estaba dejando estragos en casi todo el país; sin embargo, en el pueblo, la otra cara de la moneda se hacía presente de una manera vívida: Las chacras reverdecieron, al igual que los cerros; y en los árboles de la plaza de armas las mariposas revoloteaban entre las flores recién abiertas.

Majo salió de su casa, vio todo esto y se sintió un poco mejor. Incluso podría haber disculpado a su familia, sino fuera porque le mintieron, y porque debía hallar el verdadero mal en su ceviche. Necesitaba una opinión neutral, de alguien que no tuviera ningún sentimiento afectuoso por ella: necesitaba la opinión de Elina.

Los rencores entre vecinos pueden durar años. Y en este caso, cuatro años en los que no se dirigieron ni el saludo, desde que la rubicunda negra se impuso sobre la otra en un concurso gastronómico, donde su habilidad culinaria quedó demostrada ante los cientos de pobladores de Marcavelica.

El arroz con cabrito de doña Elina quedó en segundo puesto, lo que al parecer fue suficiente para que esta le retire la palabra. Majo solo siguió el juego. «Si ella no me habla, yo no tengo porque hacerlo», le dijo a Hernando, quien intentó muchas veces calmar las aguas.

Pero tendría que hablarle, aunque su dignidad quedara por los suelos. Caminó las tres calles que separaban sus casas. Aún no llegaba cuando un grito ya la recibía.

—¡Cuantas veces te he dicho que no pises por donde estoy trapeando! —la voz de doña Elina se dejaba escuchar en toda la cuadra.

Jobina tocó la puerta.

―¡Quién es! —volvió a gruñir la dueña de la casa.

—Soy yo, Majo ¿Tendrás un ratito para atenderme?

Los sonidos en el interior se detuvieron y, unos segundos después, una cara de incomodidad se asomó por una ventanita.

—Qué quieres —le dijo, se notaba muy enojada.

—Mira, es que traigo aquí algo que me gustaría que probaras.

Escuchó un suspiro de resignación. El rostro desapareció, cerró la ventana y, un momento después, abrió la puerta. Dentro estaba su esposo Raúl.

—Verán —empezó la visita— preparé ceviche para mi familia, pero me dijeron que está malo, aunque no supieron que. Por eso me vine hasta acá, para que lo probaras y me dijeras que tiene.

—¡Ceviche! —exclamó Raúl, que fue corriendo hasta la cocina y volvió con una cuchara. —¿De qué es?

—De cabrillón —respondió, orgullosa.

La señora de casa puso en su esposo una mirada de reprimenda, a la espera de su veredicto. Majo también lo veía, pero ella esperaba paciente, con la esperanza de que le hiciera ese suspiro mágico que restaurara su honor.

—Pues sí está rico, yo no le veo nada de malo —anunció.

—Ay, como crees —se apresuró a decir Elina, con una envidia que empezaba a cosquillar su cuerpo. Le arrancó la cuchara de las manos y se echó una presa a la boca.

Su rostro se retorció de forma exagerada, no era buena fingiendo.

—¡Está asqueroso! —sentenció— Todo está mal: Se te pasó de sal, el limón está agrio, al pescado le faltó morir, y hasta parece que le echaste un kilo de ají molido.

Majo por poco lloró. Pero no podía darse ese lujo, no frente a su némesis. A veces, cuando las titánides charlan, las cosas no resultan bien. 

Ají, limón y salDonde viven las historias. Descúbrelo ahora