Capítulo 8

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Jorge subía las escaleras del bloque de pisos junto al anciano que le había apuntado con su fusil. Tras comprobar que Jorge no era un infectado, el hombre lo invitó a subir a su casa. El apartamento estaba en el primer piso, así que no tuvieron que subir mucho. Junto a la puerta, había una baldosa de cerámica blanca con letras en azul:  AQUÍ VIVE UN ESPAÑOL.

– Perdona que te apuntara antes, chico. Pero ya sabes lo que hay ahí fuera y no me quería arriesgar a que entrara... – El anciano reparó en que Jorge estaba leyendo la baldosa que tenía junto a su puerta. – ¿Qué pasa, no te gusta?

– No, no. No es eso – se apresuró en responder Jorge –. Es que mi padre tiene una exactamente igual – mintió. Aquel anciano tenía armas que le podían venir bien para ayudarle a llegar hasta el colegio, así que prefirió seguirle la corriente en todo.

– Ah, bien. Entonces tu padre es de los míos – continuó hablando mientras se sacaba la llave del bolsillo –. Cada vez quedamos menos. Parece que a la gente le de vergüenza la bandera española. Sólo está bien visto sacarla en los mundiales.

El anciano abrió la puerta. Sonaba algo friéndose en la cocina, a Jorge le vino un olor a tortilla de patatas.

– Mari, soy yo – dijo mientras entraba. Una niña pequeña vino corriendo por el pasillo.

– ¡Hola abuelo! ¿Has cazado a algún malo?

– A un malo no, pero he encontrado a este chaval que estaba en apuros.

Jorge entró y saludó a la niña, ésta se mostró tímida con el desconocido. El anciano cerró la puerta, dejó el rifle en el paragüero y la mochila en el colgador de la entrada. En la cocina también sonaba una radio o televisión.

Las ventanas estaban cerradas y las cortinas echadas. Allí dentro estaban haciendo vida normal, ajenos al caos que había fuera. La decoración era algo barroca, al menos en la parte de la casa que Jorge podía ver. Sobre el taquillón había varios marcos de fotos familiares, y otro en el que había un retrato de Francisco Franco. Jorge ya empezaba a entender qué tipo de hombre le había invitado a su casa, pero en aquel momento la política era lo de menos, sólo quería llegar hasta su hermana. Por si acaso, no soltó su llave inglesa, aunque aquel no parecía un ambiente hostil.

– ¿Mari? – volvió a llamar mientras avanzaban a la cocina. Después se dirigió a Jorge – Creo que mi mujer está haciendo la comida. ¿Tienes hambre?

– No, gracias – contestó Jorge –. No me voy a poder quedar mucho tiempo.

– ¿No? ¿Y eso? – preguntaba el anciano. Sin embargo, antes de que Jorge pudiera responder, la mujer mayor que estaba en la cocina les saludó.

– ¿Qué pasa, Juan? ¿Tenemos invitados?

– Este chico – dijo Juan señalando a Jorge con un gesto con la cabeza –, que me lo he encontrado huyendo de los maricones de ahí fuera.

– Hay que ver... La gente está loca, ¿eh? – contestó Mari negando con la cabeza al tiempo que le dirigía una mirada compasiva a Jorge. Éste asintió con un gesto de disgusto algo teatrero.

– ¿En la tele siguen con la misma historia? – preguntó Juan.

– Sí, lo del virus ese como-se-llame, de los americanos.

Juan pareció indignarse mucho.

– ¡Qué les gusta a los rojos estos echarles la culpa de todo a los americanos! Como si no supieran que esto ha empezado en Rota, la playa del mariconeo y el vicio. Además de que por Cádiz es por donde nos entran los putos moros que nos están invadiendo. ¡Esto es cosa de los masones, seguro, que llevan años queriendo joder a España! Los americanos, dicen. Una fuga en la base de Rota. ¡Ja! Otra vez con la cantinela del "no a la guerra".

El Baile De Los SátirosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora