Cuando cae el sol.

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Mire hacia mi alrededor en cuanto iba a la casa de mi madre, el barrio seguía tal cual lo había dejado años atrás. Todo tenía el mismo color, ese naranja de otoño cuando cae el sol, el color de la tristeza cuando nos sentimos vacíos. Las casas y la calle no habían cambiado en nada, me recorría un sentimiento de sofoco, como si todo allí me obligará a saltar de la cornisa.

Esa tarde no me sentía muy bien; me había vestido como una mendiga, como estaba por dentro. Hasta renegué de ir a la casa de mi mamá, porque la extrañaba y no quería tener esa vulnerabilidad. En algún momento de nuestras vidas llegamos a sentir bronca de pensar que un día nuestros padres se van, que ellos van envejeciendo y que si no los aprovechamos a tiempo un día ellos parten y nos dejan la culpa de no haberlos visitado y compartido con más frecuencia cada uno de los minutos que ellos tenían de vida.

Caminé y pensé que todo allí era lo que me restringía, mi vida era sólo resistir y que no había más nada que dejar pasar cada instante como un costal vacío. Nada tenía el mínimo sentido.

Cuando tenía trece años había entrado en un estado depresivo. Se podría decir que los niños no pueden sentir eso, pero créanme que si. Estaba demasiado angustiada, había quedado así después de una conversación con mis padres, lo que acontecía era que me había sentido tan bien trás la historia de ellos que me aterrizó saber que podían morir, era una noche de otoño. Posterior a eso, todas las caídas de sol en la estación de otoño, me traían dolor.

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