-CAPÍTULO 1-

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~ 1: SELENA ~


Nunca me han gustado las flores.

Por alguna razón siempre he asociado su olor al de las funerarias, así que cuando alguien me pregunta si tengo alguna flor favorita, siempre respondo que los jazmines o las gardenias; aquellas flores que no suelen estar en esos arreglos.

El olor que me recibió cuando desperté fue un fuerte aroma a rosas. Por un tonto momento temí haber muerto, pero luego caí en la cuenta de que seguía respirando.

Abrí los ojos y me saludó una habitación blanca de aspecto frío y estéril. Levanté un brazo, sintiendo una pequeña punzada en el hueco del codo, y al mirar hacia abajo me encontré con un parche blanco que cubría un catéter.

Miré entonces a un lado de la cama, encontrándome con que Mirsha se había quedado dormido sobre una silla en una incómoda posición.

—¿Mirsha? —llamé, sintiendo mi voz rasposa y sin conseguir que despertara.

Dejé que mis ojos vagaran hasta encontrar por fin la fuente del olor: un enorme ramo de rosas blancas reposaba sobre la mesita junto a mi cama, cerca de mi cabeza.

Un movimiento de Mirsha hizo que lo mirara de nuevo, justo cuando sus ojos se abrían, brillando bajo las luces fluorescentes de la habitación.

—Lena —murmuró, acercándose. Había algo triste en su voz, al igual que al fondo de su mirada esmeralda—. ¿Cómo estás?

No respondí, sino que, por costumbre, me llevé una mano al vientre.

Nada.

—Lo perdí —susurré, sintiendo que los ojos me ardían—. Lo perdí...

Deseé que me dijera que no, que me equivocaba. Que solo había sido una complicación, pero que todo se resolvería...

—Lena. —Su tono no fue, para nada, lo que esperaba. El pesar en su voz fue toda la confirmación que necesité—. Casi te pierdo también.

»Nos advirtieron que podría pasar. Terminaste en el hospital, Lena —murmuró. Sus manos apresaron una de las mías y sus ojos se movieron por mi rostro, dejándome ver las pequeñas vetas azules que se mezclaban con el color esmeralda—. No podemos permitir que...

—Basta —pedí cerrando los ojos y conteniendo un sollozo. No quería escucharlo. Sabía lo que iba a decir; la misma idea ya estaba en mi mente y eso estaba destrozándome—. Por favor, no lo digas.

—Podríamos buscar otra forma —sugirió sin esperanza.

Negué con la cabeza, aún sin abrir los ojos y sintiendo que las lágrimas escapaban de ellos de todas formas. Noté las manos de Mirsha sobre mi piel, limpiando mis mejillas, y luego sus labios dejaron besos tiernos ahí por donde habían quedado los rastros húmedos.

Habíamos recibido la noticia de mi embarazo cuatro meses atrás, pero conforme avanzó fue tornándose riesgoso, según dijo mi médico. Sin embargo, yo sabía que la verdadera razón distaba mucho de ser solo un embarazo complicado.

No éramos compatibles.

—¿Quién trajo esas flores? —pregunté, intentando cambiar el tema, tratando de recuperar la compostura.

No quería llorar. No quería derrumbarme. No frente a él.

Había esperado con tantas ansias a ese bebé...

Cuando abrí los ojos, Mirsha miraba el ramo con el ceño fruncido.

—Ni idea; no estaban aquí cuando llegué. Alguien debió traerlas cuando me quedé dormido. —Por su tono supe que la idea no le agradaba en lo absoluto.

Estiró una mano y sacó de entre las flores una pequeña tarjeta, también blanca, doblada a la mitad.

—Lamento tu pérdida —leyó en voz alta—. De una escritora a otra.

»No está firmado —añadió, buscando incluso en el reverso de la tarjeta—. ¿De alguna amiga tuya, tal vez?

Negué con la cabeza.

—No creo. No les había dicho nada del embarazo... y definitivamente no tuve tiempo de decirle a nadie que... —Hice una mueca y me callé.

Había sido tan repentino...

Mirsha dejó el papel entre las flores y suspiró mientras se ponía de pie.

—Debo irme —anunció con poco entusiasmo, colocándose su bata blanca y mirando el viejo reloj de bolsillo que siempre llevaba a todos lados—. Volveré tan pronto como pueda.

Se acercó y me besó en la frente, haciendo después que su nariz tocara la mía, acariciando mi mejilla. Su gesto me hizo saber que no quería irse, al igual que yo no quería que se fuera.

Apreté su mano de forma débil, intentando sonreírle.

—Estaré bien —aseveré, esperando sonar segura.

Estaba devastada, pero no podía dejar que él lo supiera. Porque yo sabía la razón por la que había perdido al bebé, y sin importar cuándo quisiera hablarlo con él, sin importar cuánto necesitara de su apoyo en ese momento, no había forma de que pudiese explicarle lo que me pasaba por la mente.

A pesar de cuánto había deseado tener a ese bebé, desde el comienzo supe que era demasiado arriesgado.

Cuando mi periodo no apareció a tiempo, y siguió sin aparecer durante un par de semanas, lo primero que sentí fue temor. No por estar embarazada, sino por el bebé: si bien Mirsha ya no formaba parte del otro mundo, seguía sin ser verdaderamente parte del mío, y algo en mi pecho se contraía con el mero pensamiento, a pesar de que parecía no tener forma aún.

El temor creció conforme los días siguieron pasando, pero al final, cuando le di la noticia y vi la forma en que sus ojos se iluminaron, me di cuenta de que no solo tenía miedo, sino que también algo en mí se regocijaba con ello, y que el miedo era nada más que el temor a que las cosas salieran mal.

Deseaba a ese bebé. Ambos lo deseábamos, y quise pensar —me aferré a creer— que el que Mirsha estuviese ahora en mi mundo y que formase parte de él sería suficiente.

Fui demasiado ingenua.

Acarició mi cabello antes de separarse de mí y, luego de una última mirada, salió de la habitación. No fue sino hasta que me encontré sola que solté a llorar como hacía años que no lloraba.

Cuentos de Arlan III: La CreadoraWo Geschichten leben. Entdecke jetzt