El Hombre del portafolios Parte II

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Una vez cruzaron las puertas se encontraron en un amplío vestíbulo. Sobre él pendía una gran lámpara de bronce con la mitad de sus bombillas ausentes, como encías desprovistas de dientes, cubiertas de polvo y telarañas. El suelo de azulejos blancos y negros estaba repleto de basura. Viejos diarios, revistas porno y botellas se amontonaban en el suelo desde hace años. La luz era casi nula. Por lo que las linternas debieron guiarlos en las tinieblas del recibidor para que pudieran acceder a las escaleras.

Wilde y Greedson comenzaron su ascenso. El olor a podrido era un tufo penetrante y parecía haberse adueñado de todo objeto allí. La madera de la baranda de la escalera se había podrido y roto en varios tramos. La guarda metálica de la misma formaba flores carcomidas por el oxido. Los fierros se habían torcido hacia adentro como las uñas filosas de un vampiro.

Greedson iba delante sin darse cuenta de lo mucho que empezaba a dominarlo un inexplicable temor, el viejo oficial tenía su revólver 22 de cañón largo apuntando delante de él, como temiendo que de aquella mole de basura surgiera un enemigo imprevisto. Wilde tenía su vista en los pisos superiores.

El pulmón de la estructura por la que descendía la escalera terminaba en un enorme tragaluz por donde se filtraba solo una caricia de luz proveniente de la ciudad. Pero era vaga y desabrida. Por los cristales rotos caían algunos copos de nieve que descendían con parsimonia hasta el vestíbulo. Las filtraciones de agua habían mermado seriamente el aspecto de las paredes, por donde la humedad trepaba como una enorme mancha de aspecto pútrido.

Aunque no parecía haber ni un alma en ese lugar, tanto Greedson como Wilde tenían la acuciante sensación de estar siendo observados. Examinados con delicadeza homicida desde el tercer piso. Allí estaba muy oscuro y el olor a descomposición se hacía más fuerte a cada escalón. Cuando llegaron encontraron la puerta del Tercero B entreabierta. La luz de sus linternas hizo contacto además con dos moscas que revoloteaban en torno a su perilla redonda de bronce. En el interior no se adivinaban rasgos de luz ni el sonido de otra cosa que no fueran insectos.

Sosteniendo sus pistolas se pusieron cada uno a un lado de la entrada. Esto era The Kings Valley, no iban a llamar a la puerta aun si hubiera un cumpleaños infantil siendo celebrado dentro. Tanto Wilde como Greedson habían pasado ya muchos años en servicio. Lo imaginable en esta ciudad era, al menos, poco frecuente.

En susurros contaron hasta tres. El goteo de una cañería rota en algún lado les sirvió de cronometro. Wilde escuchó un perro ladrar en la lejanía. El eco de unas sirenas pasó y se perdió sobre la avenida contigua a la calle. Asaltaron.

Greedon le dio tal patada a la puerta que la hizo chocar contra una pared contigua. El estruendo pareció sacudir por un momento todo el edificio. Su linterna dio con el interior del departamento y de inmediato le asaltó un olor tan repugnante que lo dejó atontado unos segundos. Wilde solo vio una mesa redonda adornada con un mantel plástico barato y unas persianas cerradas detrás.

- ¡Poli...- Greedson tuvo una arcada. - ¡Policía de The Kings Valley!

La única respuesta a sus palabras fue el aleteó de muchas moscas. Hizo un ademán para quitárselas de encima y se internó en el apartamento con Wilde cubriendo sus espaldas. Fue este quien halló a la señora Madison. Su linterna dio con las piernas estriadas y flácidas de la misma durmiendo el largo sueño de la muerte en un viejo sofá junto a una lámpara de pie frente a un defectuoso T.V Gerico.

Aquella anciana debía llevar al menos un mes sin vida. Estaba hinchada como un globo. De sus facciones no quedaba sino una caricatura exagerada y repugnante de ser humano. Llevaba un vestido barato y mohoso, el motivo floreado del mismo estaba cubierto de gusanos e insectos. Pero no solo eso era lo que cubría sus deformes restos. Había algo más.

Un líquido. Una emulsión oscura y brillante se había adueñado de su rostro. El mismo parecía haber formado caudalosos canales que ingresaban por su nariz, por la parte baja de sus ojos y cualquier otro orificio con el cual contara la señora Robinson. Y se movía...

Corría en su interior, alimentándose, devorando su carne muerta poco a poco. Los oficiales podían escuchar un burbujeo grave y ambicioso venir de allí donde parecía haberse concentrado en mayor cantidad. Estupefactos, los hombres no podían dar crédito a lo que veían. Y muy tarde se dieron cuenta, supieron de alguna forma, que esa cosa estaba viva y hambrienta.

No llegaron a balbucearse palabras ni a elevar plegaria para cuando ese liquido se replegó. En un veloz movimiento alejó sus espesos tentáculos de la señora Robinson y descendió hacía el suelo. Como pintura fresca un sinfín de surcos de esta materia convergieron formando un gran charco renegrido y a una velocidad imposible se elevaron sobre el piso tejiéndose siempre hacía arriba hasta conformar delante de ellos la silueta de un hombre. En un parpadear la masa caldosa y oscura se transformó en el cadavérico sujeto del maletín.

En un acto reflejó Greedson accionó el gatillo. La bala del revolver o el estruendo del disparo no provocaron en su adversario siquiera un pestañeo. Su pecho estaba intacto. Wilde disparó varias veces con su Glock. Pero las balas simplemente parecían perderse en una súbita llamarada antes de alcanzarlo. Como pequeñas naves espaciales demasiado cerca del sol.

La respuesta del hombre del portafolios no se hizo esperar. Avanzó, y con agilidad felina tomó a Greedson por el cuello. Elevó al mismo unos centímetros del suelo y le trituró el pescuezo de un solo movimiento. Luego lo arrojó contra la pared. Sin vida, este aterrizó sobre un modular lleno de platos, que lo acompañaron hasta el suelo haciendo grave estruendo y partiéndose debajo de él.

Wilde ya se había dado media vuelta para huir. Pero fue tomado por el cuello de la campera cuando estaba a solo dos pasos de la puerta. No supo exactamente que ocurrió. Pero sintió un frío gélido en la espalda y cuando quiso mover sus piernas notó que estas no respondían. Al llevar su vista hacia abajo se percató de que estaba a varios centímetros del piso y que un brazo fuerte, ensangrentado y largo acababa de atravesarle el pecho. Sostenía lo que se asemejaba en penumbras a un corazón.

Sin Finales FelicesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora