El hombre del Portafolios Parte I

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Esa noche los perros callejeros no dejaban de ladrar hacía la entrada del antiguo edificio. La pintura verde de la puerta estaba saltada y el acero reflejaba la desvalida luz del alumbrado peatonal. La acera estaba cubierta de nieve y desde el cielo caían algunos copos sueltos. Aunque el viento se hubiera convertido en una ligera brisa su sopló no dejaba de ser gélido. Como el halito crudo de una oscura entidad. La basura era arrastrada y los carteles a medio despegar hondeaban perezosamente.

A esta calle semi abandonada de la ciudad de The Kings Valley ingresó el hombre cadavérico con su pequeño portafolio. Bajo la nevada era sólo otra silueta gris de mirada perdida y pasos mecánicos. Viéndolo venir desde la vereda de enfrente el vagabundo Hawkings pensó que hasta los copos de nieve querían evitarlo. Ningún rastro de blanco se posaba sobre sus hombros ni manchaba su vestir. Sabiendo que era inútil pedirle limosna, Hawkings volvió a arroparse con su raída frazada y siguió tiritando de frío en un fútil intento por dormir.

Cuando el sujeto de piloto gris y cabellos cortos muy oscuros llegó hasta la entrada del edificio los perros que allí habían estado ladrando salieron disparados emitiendo gemidos y llantos caninos. El pavor que esa cosa les provocó los hizo alejarse de la calle Lamplan, a la cual habían llegado olfateando el olor a carne muerta. Sus cuerpos raquíticos y maltratados se perdieron más allá de la luz de la calle. El hombre de inexpresivo rostro ingresó por la puerta verde y cerró la misma de un portazo.

Unas horas más tarde el vagabundo Hawkings fue despertado nuevamente. Esta vez por un coche patrulla de la ciudad. Las luces azules y coloradas del móvil lamían las fachadas de ladrillo a la vista y paredes de pintura gastada. Los muros cubiertos por graffiti y carteles adquirieron un tono más sombrío a su vista.

Dos oficiales vinieron hacía él con sus camperas de invierno y linternas. Uno de ellos, como era la desgraciada costumbre en esta ciudad, ya tenía una mano en su arma reglamentaria.

- Oiga... ¿Conoce a alguien que viva en este edificio?- Dijo uno en cuya placa podía leerse su apellido: Greedson.

- ¿En esa ruina? Sí...La señora Robinson vive ahí.

- ¿Quién es? – Preguntó el otro policía en un tono un tanto menos autoritario.

- Es una señora muy viejita. Buena cristiana.

Los dos oficiales se miraron como si acabaran de descubrir la razón que los había llevado hasta allí. – La quedó la vieja entonces...- Dijo Greedson.

- ¿Qué dice? – Preguntó interesado el vagabundo.

- ¿¡Qué no huele el olor a podrido que sale de ese vejestorio!? –Respondió el oficial más joven. – Nos llamaron por eso de una casa cercana.

- Lo siento oficial. Respondió Hawkings excusándose. – Perdí el olfato antes de llegar a los treinta.- Señalo su cabeza de cabellera rala - Un ACV como le dicen ahora, jefe.

Greedson y Wilde se voltearon para ir hacía la entrada del edificio. Su puerta verde tenía la forma de un arco similar al de una catedral. Era la entrada imponente de lo que alguna vez fue una vivienda de lujo. Ahora, oscurecido y maltratado por el abandono era más bien una montaña de material decadente, con ventanas rotas y gárgolas cubiertas de excremento de paloma.

- ¡Ey! ¡Oficiales! Hay otro tipo también. Debe ser el hijo o algo.

- ¿Cómo lo sabe?

- Porque los vi andar juntos...La ayuda con las compras o algo así...¡Pero no me da monedas el muy agarrado!  Y seguro la convenció de que no me dé más. Así son los jovene...

- Bueno...Bueno. ¿Dónde viven? ¿Qué piso y número?

- En el tercero b.

A sabiendas de que tendrían una desagradable tarea los dos oficiales tomaron recaudos. Wilde volvió al patrullero y pidió por radio refuerzos y una unidad de traslado para cadáveres.

Sin Finales FelicesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora