Ángel, rabioso un segundo antes, giró sobre sí mismo. Miró a Misha. ¡Sí que estaba pálido y un poco más delgado! Dejó de pensar en sus padres y en sus fantasmas.

—¿Qué tienes? —El susurro de Ángel tan cargado de preocupación sonó incluso dulce. Misha le devolvió mirada y sonrisa agradecidas.

Si el ánimo de Luciano hubiera sido de cristal, hubieran escuchado cómo se rompía contra el suelo. Ahí estaban. Esos dos estaban enamorados hasta las cejas.
En cambio, Sandra parecía emocionada.

—Esa cosa me está enfermando. —Y comenzó a explicar, a Sandra y a Luciano, el vínculo afectivo que lo unía a Ángel. El aludido, un poco avergonzado, sonriendo, aturdido por estar hablando tan abiertamente de eso frente a sus padres, no atinaba a estacionarse en una emoción. De la rabia a la preocupación, a la ternura, al miedo, a la rabia otra vez.

Misha explicó que Ángel y una entidad hicieron alguna especie de acuerdo.

Ángel escuchaba, los puños apretados y la cara blanca por la sorpresa. Misha sabía muchas cosas. Pero de eso, ellos jamás hablaron.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó.

—Mi hermana me llevó con una señora que tiene fama de vidente. Ángel, ¡me dijo todo! ¡Cosas que no tenía modo de saber!

—¡Tonterías! Si hay fantasmas en esta casa, ¿por qué nunca nadie los ve?

Misha giró el rostro a Luciano.

—¿Quieres verlos? —Le parecía absurdo que alguien quisiera eso. El renunciaría si pudiera a su visión.

—¡Pues si! ¿Cómo se puede creer en esto que ni tu madre ni yo hemos visto jamás?

Misha asintió y se levantó. De pie era el más alto de esa casa. Sobrepasaba al ingeniero por buenos ocho o diez centímetros. A Ángel por más. Los miró a todos desde la grandeza del que es dueño de la verdad y que ya no teme mostrarla, sin importar las consecuencias. Algo como eso dignifica tanto, que Ángel obedeció sin pensar a su gesto. Misha extendió la mano y Ángel la tomó.

Sandra retrocedió. Revisó a su marido, que los miraba azorado. Pero como no parecía ponerse violento en un futuro inmediato, volvió su atención a ellos.

Para los chicos, esos padres fueron algo en lo que podían dejar de pensar con suma facilidad. Misha tiró de la mano de Ángel hasta precipitarlo a su abrazo. "Te extraño", susurró en su cuello.

—Misha, no podemos...

—Sé eso. Diles porqué.

Ángel tragó saliva y asintió. Su padre y su madre también tragaron. Misha no soltó a Ángel. No pensaba hacerlo más, sin importar la opinión de nadie, vivo o muerto.

—Hace siglos, unos veinte años antes de que estallara la guerra de independencia, esto era una hacienda.
La tierra fue comprada por un viejo muy rico para sus hijos. El mayor se llamaba Vicente y el segundo Pedro. Eran los Landa de Sotomonteros Ibañuela.

Vicente llegó con su familia desde Guadalajara, una esposa a la que le doblaba la edad, un hijo recién nacido, llamado Joaquín y una hija algo mayor de nombre Juana María. Traían con ellos a sus esclavos y... —respiró profundo. Tal vez el hecho de hablar de eso, en familia, era una carga gigantesca que se sacaba de encima.

O tal vez, era que Misha y él tomaron asiento, muy juntos, sin soltarse de la mano, lo que lo hacía sentir bien después de muchos días de vivir medio muerto.
La otra pareja también se aferraba uno al otro. Sandra se aferraba a su marido y él, dando protección, obtenía consuelo.

HambreWhere stories live. Discover now