13 de Junio de 1991

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13 de Junio de 1991

JULIAN

Ojalá no le hubiese hecho caso a padre, las tierras por las que pasábamos eran tan vacías de color que parecían inertes, el pueblo era tremendamente silencioso y me hacía recordar al silencio del asesinato de Vanesa.

El monasterio se posaba sobre una montaña que reinaba a todo el pueblo. Las puertas eran enormes, viejas, de color negro.

Llamamos, nos abrió un cura, aparentemente bonachón, que nos invitó a entrar; tras explicarle la situación y darle cierta cantidad de dinero, nos llevó por un largo pasillo hasta una habitación señalada en la puerta con la letra “Z”, era la última habitación del corredor; allí había dos camas, un baño, mesa y dos sillas junto a un armario empotrado. Una pequeña ventana era la única salida de aire de aquel cuarto hacia el mundo exterior; todo era tan oscuro y de aspecto tan frío, que lo único que pude hacer fue dejarme guiar por mi antiguo instinto de peligro, el cual, decía que debía tener mucho cuidado.

Hoy nos han enseñado cada rincón del monasterio que se puede visitar. Lo único que me ha agradado ha sido el gigantesco jardín con árboles frutales, éste no parece acabar nunca. Allí, justo al salir hacía él, se halla una mesa de piedra larga con sus bancos a los lados simétricamente alargados; ahí se come; éste está protegido por paredes de cristal por lo que se puede ver el jardín en toda su hermosura.

Hoy, mi primer día, ya puedo dar una opinión sobre la comida de este horrible lugar. Nunca creí que alguna vez probara algo tan asqueroso.

Me senté en el amplio comedor junto a mi padre, y otras personas más, que también residen aquí, y esperamos el desayuno. Cuando vi aquello me pregunté a qué clase de lugar habíamos venido. Un cuenco con sopa, o más bien agua caliente, y con trozos de carne cruda, era lo que componía el desayuno. Asombrado, levanté la vista de mi cuenco para observar a los demás, todos comían esa especie de veneno; sí, veneno, porque cuando cogí la cuchara y la probé aquello era veneno. Tenía un sabor a rancio impecable, los trozos de carne algunos estaban incluso ensangrentados. ¿Qué clase de cocinero era el que había hecho aquello?

Miré de nuevo a mi alrededor, nadie se quejaba, ni siquiera padre.

Por la pared de cristal se veían los árboles, tenía que comer algo, y sería mejor que me saltara el desayuno y comiera alguna que otra manzana o ciruela.

Después de aquello había una misa, la cual fue un tanto extraña. Las hostias eran aquellos cuencos del desayuno, con la misma sopa. Padre me miró un poco sorprendido pero la tomó sin rechistar, yo la dejé a un lado del banco y me marché al jardín. Lo único que deseaba era salir pronto de aquí, con mi padre, y como fuera.

El monasterioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora