Fedor entró a la casa sosteniendo en una mano una botella y en la otra su vaso a la mitad. Apenas tres años mayor que Misha, era su primo favorito. Y Tasha era su consentida.

No conocía a nadie más de la familia de Ensenada. Aquéllos no visitaban la Capital y Misha nunca hizo el largo viaje al norte.

Al verlo en el sillón con el ceño fruncido, miró a su hermana con las preguntas danzando en los ojos. Tasha encogió los hombros, molesta. No eran las divertidas vacaciones que los hermanos esperaban.

Misha estuvo de un humor excelente, el día que ella llegó ansiosa por el inicio de sus vacaciones. Lo primero que hicieron fue pasear en el Centro Histórico.

Era todo sonrisas, pero repartidas entre ella y su "mejor amigo". 

Fueron a caminar por la plancha del Zócalo, compraron pan en una pastelería muy famosa y miraron los escaparates. Cuando oscureció, los edificios coloniales se iluminaron. La decoración de Navidad del Palacio de Gobierno era algo que simplemente adoraba de sus vacaciones navideñas. En Ensenada nada era así, ni tan grande, ni tan majestuoso.

Ya era tarde cuando se hartaron de ver y de pasear. El chico, "mejor amigo", quiso llevarlos a casa, pero Misha no lo permitió. "¡No! ¿Cómo crees que nos vas a llevar hasta allá? ¡Está muy lejos y ya fuiste una vez hoy! ¡No, por favor, no te molestes! Nos vamos en el metro".

De todos modos la estación más cercana estaba a unos pasos. Por Tasha estaba bien. Le gustaba ir en metro. Era emocionante.

Además, el niñato le había caído muy mal desde el principio. Tenía una cercanía con su primo que le desagradaba. La dejaba fuera, le quitaba su atención. ¡Y había algo más! Oscuro y ruin envolviéndolo, como un halo de maldad. Algo nefasto que le provocaba una ligera pero incómoda nausea.

Si enfocaba la mirada en el chico, nada era memorable. ¡Era un zoquete cualquiera! Ni siquiera estaba guapo; era más bajo que su guapo primo, de pelo oscuro que necesitaba un corte, delgado, un poco delicado.

Amanerado realmente no. ¡Eso era lo único que faltaba!

Tampoco era como sus hermanos, tercos, cabezas huecas y varoniles. 

A lo mejor por ser capitalino era tan delicadito. Porque Misha lo era también. Una suavidad que le gustaba en su primo y que detestaba en ese chico.

Resultó que el zoquete ese también quería ser actor, como Misha y mucho de la conversación giró en torno a los maestros, las clases y las materias de los dos. A Tasha le fascinaba el tema, aunque la presencia del chico lo arruinó todo.

Sin embargo, cuando entraron al metro y ella quiso saber todo sobre Misha, su primo cerró la boca y se fue hundiendo lentamente en una especie de mal humor, que alcanzó su punto máximo la mañana de Nochebuena.

—Primo —dijo Fedor—, estás de un "Grinch" insoportable. ¿Qué es lo que te pasa?

El suspiro del muchacho no auguraba nada bueno. Fedor apretó los labios. Iban a volver a Ensenada el tres de enero. Ya había transcurrido la mitad de sus vacaciones, ¡y no se estaba divirtiendo lo suficiente! Todo, por la melancolía de Misha.

Vació el vaso de licor en su garganta y lo llenó otra vez. De pie frente a su primo, ofreció el contenido. Misha lo rechazó con un gesto, sin mirar a su primo. Pero a Fedor no le importó.

—No te estoy preguntando si quieres. Toma un trago. ¡Te urge!


***


Cuatro vasos después, se reían de todo lo que Fedor, apenas un poco menos mareado, decía.

Y Tasha secundaba las carcajadas, con tres vasos de licor dulce en su organismo. la bebida que siempre le pegaba con fuerza, logró su cometido; anestesiar los malos humores de Misha.

Los romeritos quedaron en el olvido, sobre la mesa.

Cuando María, la madre de Misha, salió de la cocina para comprobar el avance y encontró a los tres jóvenes achispados, la botella vacía en el suelo y más de la mitad de los brotes de romeritos unidos aún a sus tallos, pegó el grito en el cielo.

Los muchachos salieron corriendo de la casa para escapar de la lluvia de contundentes golpes con una cuchara de madera, se estrellaron contra el dintel de la puerta en el afán de salir los tres al mismo tiempo y haciendo caso omiso a los gritos de la tía Katy, que les gritaba muchachos desobligados, huyeron hacia la calle.

Tampoco Michaël o Kolya, que bebían en la entrada, lograron llamar la atención de sus hijos.

Se perdieron por las calles, abrazados y cantando villancicos.


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