IX

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Afuera, en la calle, el río corría con tranquilidad. Las personas caminaban en la acera disfrutando de la vista. A la derecha un hermoso río con muelles y barcos transitando. A la izquierda un lujoso complejo departamental completamente decorado con plantas y vivos colores. Justamente allí vivía Charlotte, en el piso cinco, departamento número diez. Tres coches distintos, todos de marcas prestigiosas, se estacionaron casi al mismo tiempo después de haber llegado a velocidad suicida. Intercambiaron miradas y entraron por la puerta de cristal.

La dueña pudo haber estado muerta en su cama, su respiración era muy ligera, no producía ruido alguno ni se movía. La boca apenas estaba separada por unos centímetros. Su piel lucia pálida en contraste con las sabanas y mantas purpura de su cama. Sus músculos faciales estaban lo más relajados que nunca estarían a partir de despertar. La vería cualquiera, algunos se harían las siguientes preguntas: ¿estaría muerta? ¿Estaría viva? Pocos contenderían la respiración para comprobar su estado, al ver su pecho subir y bajar dejarían salir el aire.

Dormía profundamente, no escuchó el chirrido de la puerta de su habitación, menos el anterior, el de la puerta del departamento al abrirse. Dos manos se encargaron de abrir las cortinas, otras de recoger el tiradero de ropa que seguía en el suelo y una persona más se encaminó a la habitación de la castaña. Detrás de él, un chico castaño entró a la habitación. Al mismo tiempo corrieron las cortinas y destaparon por completo a Charlotte. La luz, que entraba por un gran ventanal con vista a la calle, sumada al inesperado frío en el cuerpo la despertó inmediatamente.

Dos manos grandes, de hombres diferentes, la sacaron de la cama con todo menos delicadeza. Ella gritó, pero fue como haberle dado un martillazo a su cabeza. El dolor la dejó aturdida, lo suficiente para no seguir protestando. Cualquier cosa que quisieran hacer lo harían más rápido de esa manera.

—¿Y eso que no intentas zafarte del agarre? —preguntó el castaño de ojos verdes poniéndose a nivel de su rostro.

—¿Marcus? —dijo Charlotte reconociendo esa voz familiar.

—Vamos, hermano, Lottie parece tener resaca... —dijo el castaño de ojos azules.

—¿Claudio? ¿Qué hora es? —los chicos la dejaron sentarse sobre la alfombra.

—Tan tarde que papá nos mandó a buscarte —respondió Marcus, ocupó lugar enfrente de ella—. Creo que te vas arreglando.

—Me va a matar —murmuró, ocultando su rostro entre sus manos—. Se me olvidó poner la alarma.

—Y a nosotros nos matará si no llegas en menos de media hora a su oficina —agregó un sujeto igualito a Marcus, de pies a cabeza. Se trataba del mayor de los gemelos, Máximo—. Eso sucederá si no te cambias en cinco minutos y te lanzamos al siguiente barco—taxi que pase enfrente del depa.

—¡¿Qué?!

Pese a sus reclamos y constantes negaciones, Charlotte hizo lo que le dijeron. Se vistió como la muñequita de papá, esto era con un vestido casual y unos zapatos bonitos. Supuso que los tres hermanos hablaban en broma, pero no fue así. Viendo su resaca le achocaron una buena cantidad de medicinas en la boca, para el dolor de cabeza, para esto, para lo otro; además parecía que una gripa se le venía encima.

La arrastraron hasta el muelle más cercano, entregaron un billete a Charlotte y la metieron al barco-taxi que pasó primero, sin importar si estaba ocupado o no, este no estaba. La muchacha se sentó sosteniendo su pelo con una mano y con otra la falda de su vestido, esto no quitó que algunos mechones se le fueran al rostro.

—¡Charlotte! —escuchó que alguien gritaba desde el muelle al que se acercaban a alta velocidad.

—¡Aquí! —gritó al taxista. El hombre hizo que el barco frenara de golpe para cumplir con la chica. Pagó—. ¿Eres parte del pan de los gemelos y Claudio para llevarme con nuestro padre?

Piedra, papel o besoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora