1. La chica del café

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He llegado a creer que estamos destinados a encontrarnos con al menos un evento cósmico a lo largo de la vida. No has de saber cómo luce, qué es o mucho menos cuando sucederá, pero vas a reconocerlo tan pronto te toque; nada pudo haberme preparado para la sinfonía de balas y flechas, el universo que traía consigo Valeria Alessandra D'Amico.

El día en que conocí a la molesta e insufrible Val, una mañana de septiembre, llovían borregos, perros y gatos. Toda la semana estuvo soleado, pero en cuanto supe de su existencia y me vi en el asiento trasero del Toyota rojo de Erik rumbo al aeropuerto, de repente el sol desapareció y la lluvia llegó. Su ser irradiaba alguna especie de resplandor, como si conociese el secreto del universo y se jactara al respecto, restregándome en la cara la felicidad que contenía aquel cuerpecito que con seguridad no pasaba de un metro sesenta y uno. A pesar de que su llegada trajo la desdicha a este lado del continente, me encontré a mí mismo todas las mañanas observándola ordenar galletas de canela que a final de cuentas no comía, tomar quizás café y escribir hasta las diez en un diario negro de cuero medio desgastado que siempre llevaba consigo. Y es curioso, llegué inclusive a creer tierno la forma en que distraídamente dejaba caer la mejilla sobre la mano al mismo tiempo que su cabello castaño se escurría entre los dedos. He de admitir que junto a ella no solo llegó el peor clima jamás visto, sospechosamente también se presentó la demencia sin sentido a mi vida, de esas en la que gastaba horas debatiendo por qué la detestaba y a la vez despertaba una intriga que no parecía mía, haciéndome sentir como un nene de cinco años que no sabe lo que quiere al final del día.

Así transcurrieron las mañanas desde su llegada a finales de otoño, atrapado entre la confusión de odiarla por atreverse a colisionar con mi galaxia y la extraña calidez al verla inmiscuirse en mi rutina. Cada día lo mismo, las mismas galletas sin comer, el mismo café y la misma historia que parecía no tener fin. Luego estaba yo, que me había convertido en una constante más, observándola en cada oportunidad que lograba robar, sin valor para decir un simple "Hola".

Por la tarde podía verla desde lejos reír con los chicos, dirigirme una mueca torcida en cuanto llegaba a su lado, despedirse con alguna excusa tonta y marcharse como si mi llegada fuera alguna especie de mata plagas. No la culpo, hiciera lo mismo de estar en su lugar y uno de los mejores amigos de mi mejor amigo me recibiera con tanta apatía injustificada y desdén.

—Es muy divertida —comentó Peter mientras la observaba alejarse. No puedo opinar lo mismo pues nunca he sido honrado con alguna de sus sonrisas.

—Creo que no le simpatizo —agregué sin darle mucha importancia, sobrepasando mi cuota diaria de cinismo.

—Es nueva en la ciudad, disculpa si como las demás aún no cae rendida a tus pies.

—Ni mucho que interese —y es aquí cuando dejaba que fuese mi orgullo el que hable.

Tal vez Peter tenía razón, quizás solo me preocupaba el hecho de que, a diferencia de otras, ella parecía no inmutarse con mi presencia. No me malinterpreten, no es que mi existencia se base en la cantidad de mujeres que voltean a verme, no me considero tan ególatra, pero, ser pasado por inadvertido tal como un bicho, hiere la estima de cualquiera, incluso la mía que alardeaba de ser inmune a su mirada. Bueno, puede que sí estuviera un poco lleno de mí mismo, pero es que Valeria me dividía entre al que no le interesaba su presencia y el que deseaba ser privilegiado con su atención. Y vaya que Peter disfrutaba ver como ella me causaba cierto cortocircuito.

¿En qué parte de la historia la chica nueva se quedaba con mi grupo de amigos y me dejaba a un lado? ¿En qué momento comenzó a molestarme?

De pequeño escuchaba a mi abuela decir que aprender a conocernos y vivir conformes con la persona que somos es la principal misión de cada ser humano, procurar convertirte en alguien que tu niño interior admire. Por un tiempo creí haber crecido como la clase de persona que Nana describía, que poco me afectaba no agradarle a los demás o al menos así fue hasta que conocí a la italiana loca por las galletas sin comer y el café.

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