Capítulo XXIV

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Frank Iero bajó del taxi tan pero tan rápido que tropezó con uno de los escalones para entrar al hospital.

Ahora estaba levantándose aparatosamente, sintiendo un dolor punzante en su rostro y observando cómo se había causado una hemorragia nasal bastante copiosa. De nuevo, había hecho un gran trabajo en avergonzarse a sí mismo hasta puntos inimaginables.

—A la mierda —Susurró para sí mismo, limpiándose la cara con las mangas de su chaqueta negra. Luego recordó que esa era la de Gerard y no pudo evitar maldecirse de nuevo. Soltó un gemido de molestia y se llevó ambas manos tatuadas al cuero cabelludo. Tenía ganas de arrancarse todo el cabello, y de paso, la cabeza. Pero en lugar de hacer esto, apresuró el paso.

Cuando entró al imponente edificio de imponentes paredes blancas, Iero sintió su pecho pesado; como si le hubieran disparado repetidas veces y sus interiores estuvieran repletos de plomo. Se encaminó a un escritorio donde estaba una sonriente mujer de cabello rubio y ojos negros. No quería ofender, pero parecía una clase de demonio.

—Busco a Gerard Way —Exclamó sin rodeos. Respingó al ver que su voz salió más aguda de lo normal.

—No hay nadie registrado con ese nombre.

—¿Puede buscar de nuevo? No tenían su nombre, hace poco lo comuniqué.

—Le pediría que tome asiento y espere su turno —Dijo esta, ofreciéndole una sonrisa falsa teñida de molestia.

—Necesito verlo, es importante. Le tengo que hablar... Tengo que—

—No más importante que el resto de las personas esperando, señor. Siéntese. Además, le aviso que su nariz está sangrando.

—Gran observación, Sherl—

—¿Sarah? —Una voz conocida sonó detrás de él, para revelar a un chico (¿no era muy joven para ser doctor?) en un uniforme blanco, sosteniendo una libreta bajo sus brazos y un teléfono en la otra— quiero que registres a Gerard Way en la habitación 201.

—¡Ves! —Exclamó Iero, formándosele una sonrisa de satisfacción en el rostro. Después rememoró la razón de por la cual estaba en el hospital y esta se le volvió a borrar. Su vida era como estar en una constante montaña rusa de emociones— ¿lo puedo ver? Por fi.

—No. Aún. Siéntense.

—Perdone, —Interrumpió el señor— ¿es usted "Frankie"?

—Mi nombre es Frank Iero, hombre. Llámame así.

El tatuado se sonrojó por el apodo y de repente, todo lo que quería hacer era cubrir su rostro con las manos. No lo haría, claro. Así que se paró ahí, en medio de la recepción, rojo de vergüenza y manchado de sangre. Era la viva imagen de la estúpida desesperación que sentía.

—Soy Ryan, el del teléfono. Te puedo llevar con tu amigo.

—¿¡En serio?! —Cálmate, lo último que quieres que te envíen al manicomio— digo, está bien. Pff.

—Es normal querer ver a los seres queridos, señor Iero.

—Soy Frank. F-r-a-n-k.

—Decídete —Esto fue dicho entre dientes.

—¿Perdón?

—Quiero decir, —El casi-desconocido sonrió, y su sonrisa no se parecía para nada a la de la mujer. Esta se veía genuina, algo avergonzada— acompáñeme por favor.

—Está bien —Aceptó, su voz sonó baja y tímida esta vez.

El hombre se dio la vuelta y comenzó a caminar apresuradamente por los pasillos iluminados por blancas luces LED. Cada tanto oía señoras de mediana edad llorando y niños gritando o quejándose.

Prozac y avellanas -Frerard-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora