El beso

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Cuando llegamos a Anagrama diez minutos antes de las dos de la mañana, pude ver inmediatamente a Eclipsa. Mi cuerpo parecía una estatua de piedra, ella me miró con sus ojos ambarinos bajo un silencio sepulcral. Ella se hallaba a cierta distancia, seguramente porque estaría con alguién más.

Me daba cierto temor aquella mirada culta, junto a un vestido de terciopelo verde esmeralda que delineaba sutilmente su figura curvilínea. La contemplé desde lejos mientras nos acomodabamos en una de las mesas frente al escenario. Ella caminó en forma oblicua y se posicionó sobre una pared donde había un busto decorativo de Meyerbeer y otro de Mozart.

Nosotros nos habiamos pedido unos Margarita, la seguía observando con gran determinación y ella parecía inquieta. Finalmente se sentó en un sofá de cuero rojo en el sector vip y le habló a un muchacho de boina que ya estaba aposentado ahí. Enseguida reconocí al joven, un chico rubio de ojos celestes, muy delgado y alto, era el primo hermano de Leopoldo.

—Leo —le susurré al oído.

—¿Qué pasa?

—¿Ese es Emmett?

—¿Mi primo?

—Sí, el de boina roja —le señalé disimuladamente.

—Me parece que sí —dijo al final Leopoldo— ¡no lo veo hace tres años! ¿Cómo es que trabaja aquí?... me pasaré a saludarlo en un momento. No es cosa de aparecer frente a él y decir: ¿Cómo te va? ¡Es que a su lado está tu futura novia!

—¡Jua! ¿Entonces tu primo ya se la afanó? —preguntó Epifanio.

—No. Parece que Emmett también trabaja aquí. Nada más —respondió Leopoldo.

—No te preocupes, vas a encontrar a otra mujer. Esta noche te voy a buscar a una chica... —repuso Elmer y sostuvo la miraba en una muchacha de cabello corto que estaba bailando sola como si fuese una lunática.

Finalmente se apagaron las luces y se encendió la luz en el escenario. Eclipsa se sentó en la silla y me sonrió. En ese momento sentí una ola de placer inusual que ruborizó mi rostro y calentó mi pecho. Estaba cautivado por la hermosa sonrisa que me había regalado.

—¿Cómo se llama esta mina? —dijo Raquel con una voz impostada.

—Se llama balada de oboe —respondí, incapaz de voltear a ver a la mi compañera de oficina.

—¿Qué dice este loco? —gruñó la pelirroja.

Eclipsa soltó la boquilla del oboe y esbozó una sonrisa llena de ternura, como para expresar su amor por la música. Yo no podía ni hablar ante la mímica de la pelinegra que tocaba el instrumento de una forma casi sobrenatural.

Raquel me tomó del brazo, entonces Eclipsa frunció el ceño y meneó su cabeza en otra dirección.

—Leopoldo, puedes sentarte aquí por favor.

—En efecto —respondió y se cambió de silla.

Daba la impresión de que ella pensó que había venido en compañía de Raquelita y quería hablar con ella apenas bajara del escenario.

Ella pasó por mi lado y me lanzó una mirada escrutadora. Asentí con un aire malhumorado. Luego volvió y me tomó del brazo con un gesto de decepción y dijo en un susurro que solo yo pude entender:

—Pensé que eras soltero.

—Mirá, Eclipsa. ¿Sabés quién es esa pelirroja?

—¿Quién? ¿Dónde? —preguntó haciéndose la distraída. Y luego añadió —:No sé. No tengo ni la más pálida idea. ¿Quién es?

—Es Raquel Papadopoulos, la novia de mi amigo el rubio. ¿Recuerdas a Leopoldo? Ha engordado, pero de todos modos creo que lo conocés muy bien, ¿verdad que sí? —le dije en un tono seco y duro.

La pelinegra enarcó una ceja y no dijo nada. Quizá no creía lo que le estaba diciendo.

—Figuráte, muchacho, te creo.

—¡Qué bien! —inquirí aliviado. Mi boca quería decir muchas cosas e incluso besarla con pasión.

—¡Creo que ahora se ha vuelto todo muy raro! —exclamó con una voz ligera.

—Eso es terrible —le dije tomando su mano—me gustaría hacer algo para que lo olvides.

Oímos el tumulto de gente que se acercaba al escenario para contemplar al siguiente show de la noche. Los hermanos filipinos danzaban al son del bandoneón con una naturalidad sorprendente. Ella no quiso girar su cabeza al oir los silbidos de la gente que alentaba el espectáculo de tango. Ladeó la cabeza en dirección opuesta y comenzó a jugar con su sedoso cabello negro.

—Esto me da cierta envidia —añadió, mientras se mordía el labio inferior—. Estos dos vienen al suelo argentino y tienen un éxito automático.

Eclipsa hablaba de forma superficial y la escuchaba sin entender lo que decía, mientras imaginaba a los dos en la cama acariciandola con mi lengua por todos los recovecos de su cuerpo. Solo pensaba en besarla en esos sugerentes labios carmesí, entonces tomé aire de coraje y la besé sin mediar palabra alguna.

Ella me correspondió, pasó las yemas de sus dedos sobre mi cabello y con la otra mano sostenía el oboe sobre su vientre. La dureza del instrumento me hizo sentir una cierta incomodidad y decidí invitarla a tomar una copa.

—Vayamos a la barra a pedir un cóctel —dije mientras la miraba atentamente a sus ojos color miel.

—No puedo —añadió tristemente—. Son las cuatro de la mañana y es demasiado tarde.

—¿Acaso los domingos a la mañana vas a misa? —dije en un tono risible.

—Yo no voy a la iglesia —respondió con la mirada torcida y los ojos entrecerrados.

Eclipsa miró su reloj pulsera dorado con destellos de diamantes de imitación y se fue repentinamente sin saludarme.

—¿Qué pasó que se fue? —me interrogó Epifanio.

—No sé —dije y me encogí de hombros—. Solo se puso de pie y desapareció entre la multitud.

—¿Che, no será casada esta tipa? —preguntó dubitativo.

—No creo —repuse— le robé un beso de novela.

—¡Jua! Te la chapaste —chilló Epifanio con gran éxtasis.

—Eclipsa besa maravillosamente.

—¿Le pediste su número de teléfono? —exclamó el petiso mientras tomaba un trago de su porrón de cerveza.

—La puta madre —dije y me tomé la cabeza con ambas manos—. Soy un pelotudo, me voy a morir remando.

—¿Viejo, no tenés memoria?

—¿Viejo, no tenés memoria?

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BALADA DE OBOE  (𝙽𝚘𝚟𝚎𝚕𝚊 𝚝𝚛𝚊𝚜𝚑) Where stories live. Discover now