Tierras gallegas

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Como estaba previsto y muy a pesar de Alberto, Íñigo acompañó a Pablo al debate a cuatro. El malagueño había intentado tentarlo con un buen sofá, un buen vino y un buen debate jugando al bingo que habían preparado en la Cueva para esa noche. Con todo el dolor de su corazón, Íñigo tuvo que declinar la oferta para acompañar a su líder.

Así que Alberto se tuvo que quedar en su habitación de hotel viendo a Íñigo hablar sobre el debate mientras no empezaba y, más tarde, comentándolo mientras ambos lo veían. Alberto se sintió profundamente decepcionado por segunda vez en la noche cuando se acabó el debate y a penas habían hablado de Venezuela por lo que acabó sobrio y sin hacer bingo (como yo. Ay. :( ).

Los días se sucedían y mientras Íñigo estaba en las Palmas, Alberto presentaba un libro en Madrid. Cuando Alberto iba a Zaragoza o Teruel, Íñigo visitaba Mallorca con Pablo. Hablaban cada día por teléfono o por mensajes. Muchos "te echo de menos" y muchas alusiones a lo que harían cuando se vieran. Por ello, rara era la vez que Alberto bloqueaba el móvil sin un bulto en los pantalones o abrazando la almohada con una sonrisa estúpida en los labios.

Garzón volaba en avión desde Madrid (había estado con Sol en Vallecas) hasta el aeropuerto de  A Coruña, donde se reuniría con la persona a la que deseaba ver a cada hora desde que había desaparecido por la puerta de su cuarto en Barcelona. Íñigo viajaba desde Sevilla pero su avión llegaba antes, así que allí estaría, esperándolo con esa sonrisa enorme en su boca pequeña que hacía palidecer a la estrella más brillante. Intentando distraerse para que la espera se hiciese más corta, Alberto tecleaba notas para su próximo discurso en su tablet.

¿Estaba nervioso por volver a ver a Íñigo? Claro que lo estaba. Su corazón parecía haber cobrado inteligencia y latía cada vez más exaltado conforme se acercaba al madrileño.

Cuando el avión aterrizó, encendió el móvil con más prisa de la que le gustaría reconocer y abrió el chat con Íñigo.

"Ya estoy aquí"

"Yo también. Me estoy tomando un café horrible y ahora voy al autobús".

Efectivamente, allí se encontraron. Alberto subió las escaleras del autobús y al fondo vio a Íñigo hablando con una de las asesoras. Los pintores más famosos habrían pagado por retratar la sonrisa que el comunista dibujó en su rostro. Y, cuando Íñigo lo miró y sonrió, Alberto pensó que le fallaban las piernas. Pero se mantuvo estable, agarrando con fuerza las carpetas que llevaba en las manos y agrandeciendo que sus gafas de sol le permitieran mirar al político de arriba abajo varias veces. Se dieron la mano preguntándose si abrazarse resultaría extraño a ojos ajenos cuando Alberto se agarrase con fuerza al jersey granate del otro chico, negándose a soltarlo en la vida.

Hablaron intentando guardar las formas y las distancias aunque lo que le gritaba el instinto a Íñigo era que besase al más joven. Y lo besase horas seguidas sin parar ni siquiera para respirar. Cuando alguien sugirió que se echasen una foto, Íñigo no sabía cómo agradecerlo.

Se colocaron los dos en el pasillo y dos de los asesores a ambos lados. La cercanía, solo rozando pero casi sin tocar, lo mataba y aliviaba al mismo tiempo. Alberto le pasó un brazo por la espalda pero en seguida lo retiró y se agarró a la parte alta destinada a guardar las maletas. A Íñigo le tembló la sonrisa por el nerviosismo. Pero la foto quedó bien, supuso.

 Pero la foto quedó bien, supuso

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Garzíñigo on the roadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora