Capítulo 23 : Como estrellas en el cielo

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Evan

Era todo muy raro. Cuando me fui del País de Papel creí que me iba para siempre, que no iba a volver nunca pero ahí estaba, en frente otra vez del armario de madera marrón mirando la ropa que había vuelto a poner en el sitio de hace cuatro días. Otra vez allí. Suspiré. Parecía que nunca me iba a marchar de allí, como si ya me tuviera que quedar para siempre. Ese pensamiento me hizo sentarme en la cama. El País de Papel me agotaba con tan solo estar allí y ahora teníamos la fiesta de bienvenida a los draacars. "Respira, tranquilízate, sonríe". Me puse la ropa para la fiesta (una camiseta verde oscuro con unos vaqueros claros) y salí de mi habitación.

Recorrí los pasillos como si nunca me hubiese ido y me dirigí a la sala de baile, que no estaba muy lejos de la biblioteca. Por el pasillo de la sala me encontré caras conocidas: esa es la chica que se sentaba al lado de mí en Aritmética, ese grupito de allí fue el que tuvo la bronca con el profesor de Artes, ese chaval jovencito fue el que entró con doce años al Palacio de las Letras, etc.

Recordaba aquella sala cuando fue la fiesta sorpresa de Gabrielle. Todo lleno de globos, colores por doquier, regalos amontonados en una esquina y una mesa con comida en el otro... Pero cuando entré la sala me pareció otra completamente: ya no habían globos, ni tartas, ni regalos (aunque comida sí que había) y ahora había guirnaldas colgando del techo y telas de seda de colores pálidos en las paredes para que le diese a la habitación un toque más... ¿bonito? No sé, eso me parecía gastar tela para nada. Pero bueno, dejé pasar ese hecho. Toda la decoración, en general, era muy colorida pero en la sala habían encendido unas luces negras con las que los colores fluorescentes y claros brillaban. Además, había muchos objetos, ropa y adornos por el estilo. Supongo que por esa razón casi todo el mundo asistente llevaba alguna prenda de color claro o blanco. Cuando entré todo estaba sumido en una especie de oscuridad rara con destellos blancos por aquí y por allá. Todo ello me recordó a una noche sin luna en la que podías ver todas las estrellas del cielo.

Mis pantalones resplandecían y sentía como si tuviera bombillas en vez de piernas. El ambiente me generó una sensación extraña de alegría. Supongo que no me vendría mal una fiesta y pasármelo bien. Todo estaba medio oscuro, por tanto sería fácil que no me reconocieran por los ojos. Suspiré aliviado. Nunca me habría imaginado que tener los ojos de color verde pudiese causar tantos problemas.

Me sumergí en las profundidades de la fiesta. Entre todos los cuerpos que no se paraban de mover al ritmo de la música moderadamente alta navegué en busca de alguien conocido. Al no encontrar a nadie me rendí y empecé a bailar por mi cuenta. Momentos después ya estaba metido en un grupito de gente que hacía un corro y cada uno se iba metiendo al centro para hacer su paso de baile más estrafalario. Bajo aquella luz negra no había vergüenza, no había reinos ni países, ni ojos verdes ni gente patosa. Allí todos éramos iguales, todos queríamos lo mismo: pasarlo bien y olvidar lo nos deparaba el futuro. Esa noche era para pasarlo bien.

Notaba que la tensión se iba cayendo con cada bote que daba, la ira desaparecía en el aire con cada nota que gritaba y una sensación de euforia me llenaba los pulmones cada vez que respiraba.

En un momento dado, mientras saltaba como un loco empedernido, me choqué con alguien. Me giré rápidamente y grité una disculpa. Miré la cara de aquella persona y me di cuenta de que me era familiar. Después de un pequeño lapsus mental, me di cuenta de que era mi hermana Eris. Llevaba una blusa blanca brillante y un pañuelo en forma de diadema en el pelo. Una sonrisa resplandeciente apareció en mi cara y, después de reconocerme, también en la suya. Nos gritamos un "¡Hey!", nos abrazamos y nos pusimos a bailar los dos juntos. Primero más que bailar lo que hacíamos era saltar juntos pero la música nos dio una tregua para descansar y se ralentizó el ritmo, aunque no demasiado. Le cogí una mano y la hice girar, luego le cogí la otra y nos pusimos a hacer florituras con los brazos y otros pasos como pasarnos nuestro brazo izquierdo por cabeza, alejarnos un poco y acabar cogidos solo de una mano. Los dos sonreíamos como unos locos. Locos felices. Al final de varias canciones acabamos abrazados. Eris tenía sus brazos alrededor de mi cuello y yo en su cintura. "Dieciséis años" pensé "y aún así parece mayor que yo". Entonces le agarré las mejillas y le dije:

La leyenda de los turstaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora