—Samuel.

Asentí con la cabeza y nos quedamos callados. Él sacó su móvil. Yo le observó fijamente.

—Samuel. ¿Quiere contarme qué hace aquí?

Entonces él me miraba con expresión de desconfianza y me respondía que no, porque hoy en día la amabilidad nunca viene sola. Pero como veía que no me movía del sitio y no parecía tener otra cosa mejor que hacer, al final acababa contándomelo con cierto recelo. No porque mis habilidades sociales fueran la fruta más madura del árbol, sino porque todas las personas de este mundo tienen cosas que compartir cuando no las están compartiendo.

—Estoy esperando a ma. Viene desde Atenas en autobús y si no la llevo de la mano, se pierde por el camino.

Hablar de temas personales relaja a las personas. ¿Alzheimer? No, demencia senil. Ah. Entiendo. ¿Y dónde vive? ¿En Thalassinos? ¿Eso qué es, uno de esos barrios latinos donde los vecinos envenenan a tu perro si ladra mucho?

—Es usted un poco racista, ¿no?

—La gente dice que lo soy, pero es que me cuesta mucho elaborar opiniones por mí misma, así que prefiero basarme en estereotipos —confesé—. Pero no lo soy. Yo apoyo la igualdad de todas las razas del mundo. Aunque bueno. La verdad es que me da igual.

Él me explicó que no había comentario más racista que el que había hecho. Yo le expliqué que no. Que para ser racista se necesitaba una actitud dinámica para despreciar y clasificar, y que a mí realmente no me importaba cómo estuviera hecho el mundo. Que mi mente era como un software dormido que se reiniciaba cada vez que tenía que producir alguna palabra con mi boca, y que mis opiniones se volvían a crear cada vez que ocurría. Fuera de los estímulos ajenos, no pensaba nada. No había razas de humanos. Ni razas de perros. Ni había humanos o perros.

¿Y qué hay entonces en el mundo, churra? No te rías, Samuel. En el mundo solo hay arcilla moldeable. Tú y yo somos un pedazo minúsculo de arcilla, y yo me preocupo de quién me esté moldeando. Y de quién estará moldeando a mi moldeador. Y de quién estará moldeando al moldeador de mi moldeador. Y de si habrá alguien que deje de moldear en algún momento, y de cómo lo habrá hecho ese tipo.

Puede que ese tipo sea Dios. No, Samuel. Dios apareció después de nosotros, así que no es más que otro pedazo de arcilla que sabe moldear muy bien al resto, por eso algunos creen que es un artista implacable. Pero no. Porque él también es arcilla. Pero no sé por qué te estoy contando todo esto, si a mí me da igual.

Él parecía divertirse con mis palabras, como si hubiera encontrado al bicho más raro del planeta.

—Ese es el bus de ma —dice señalando al enorme titán que se acerca con sus diez toneladas de metal, respira violentamente y se para.

El latino se limita a esperar a que bajen los pasajeros, que se cuelan y se descuelan sin pagar ni un céntimo en transporte público desde tiempos inmemoriales. Entonces detecta una figura agazapada y arrugada como un cacahuete al final de la cola. Tiene la piel castigada por los rayos de sol y los pelos de las verrugas se pierden entre los pliegues de su cara. Sus ojos reflejan serenidad.

—Hola, Samuel. —Se dieron dos besos—. Sujétame las bolsas, mijo. Tienes mucho que contarme ahora que tenemos un nuevo miembro en la familia —respondió la anciana, mirándome con cariño.

—Ella no es mi esposa, ma.

—Cállate y trátala bien.

Entonces, el moreno gigantesco me dedicó una sonrisa de disculpa y condujo al pequeño primate arrugado hacia el paso de cebra. Yo me di la vuelta y no volví a verles jamás.

Paranoidd ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora